miércoles, 7 de julio de 2010

ANA MARÍA MANCEDA


EL LOCO DE LAS ESTRELLAS


Por primera vez en mi vida me siento mortal. Ahora viajo por la cornisa de mi destino presintiendo el abismo de la muerte ¡Yo, que creí estar cerca de Dios! Año tras año entre las paredes del laboratorio; fórmulas, telescopios, complejos sistemas computarizados. Las madrugadas nos sorprendían a Ricardo y a mí, analizando, discutiendo, filosofando sobre la extraordinaria energía que captábamos a millones de años-luz. Necesito contarlo, dejarlo escrito, porque lo que me ocurrió demuestra que el poder más asombroso que tiene el hombre es lograr gobernar su mente, irónicamente con mi cerebro tan trabajado no lo pude hacer. He comprobado que un linyera tiene más sabiduría y equilibrio para errar por este mundo que mi propia persona.
Hace seis meses mi colega y amigo murió, la ciencia tan avanzada no pudo con su enfermedad. El dolor que experimenté fue tan terrible que trataba de enmascararlo, evaluando de manera sistemática el poder de los virus, esas partículas que son un eslabón entre los seres vivos y lo inorgánico y de cómo pudieron vencer un cerebro tan evolucionado como el de Ricardo. En el momento que él murió sentí, el crak. Nosotros, hombres maduros, estábamos cerca de llegar a la comprobación de la Singularidad del Universo. Estos estudios nos elevaban a una claridad de pensamiento que rozaba la religiosidad, sentíamos que estábamos cerca del secreto de Dios. Luego, todo se derrumbó, fue nuestro propio Bing- Crasch.
Pasaron los meses, el trabajo quedó estancado, ya no podía seguir solo. Comencé a deambular por la ciudad. No sé por qué extraña razón evadía los lugares mundanos y glamorosos para internarme en las zonas más oscuras, insondables, miserables de la noche. Yo, que venía de un universo que brillaba desde el origen del todo, me arrastraba en la oscuridad total, pero a la vez sentía el impacto de algo nuevo, asombroso. Comencé a sentir el dolor y el placer de mi carne, a experimentar la sensualidad de la obscenidad. Me rebelé contra mi estilo de científico atildado y fui logrando cambios en mi aspecto antes de vagabundear por la zona prostibularia de la ciudad, hasta conseguir una verdadera metamorfosis. Mi mujer y mis hijos no notaron mi transformación, para ellos yo seguía hasta el amanecer con el rito de la investigación. Y, a mi manera, estaba descubriendo no el origen del universo, sino lo que pasa en la vida subterránea de nuestra sociedad.
Llegaba a mi hogar con un agotamiento total. Me dolían las piernas por los tacones altos, la cara me ardía de tanto fregarla para sacarme el maquillaje y el sentido de culpa por la vejación sexual comenzó a ser reemplazada por el placer. Perdí el temor al rechazo social y cada noche era un desafío, no quería ni justificarme ni culparme. Era dueño de mi vida, de mi destino. A veces, en soledad me preguntaba si no estaba en la búsqueda del desafío final, la muerte. Conocí el cinismo, la mentira, la abyección. Cuando el cansancio me vencía y un atisbo de angustia comenzaba a germinar, buscaba a mi nuevo amigo, el linyera y juntos recostados sobre el puente, paliando el frío de la noche con un té caliente al lado de una pequeña fogata, mirábamos las estrellas. Me admiraba su sapiencia empírica respecto al cosmos. Pude saber de bellezas y conocimientos que jamás hubiera sospechado. Pero estos momentos especiales terminaron a los pocos meses, mi amigo decidió seguir por otros caminos. No tengo más deseos de escribir, vacié mi existencia.
Con el tiempo Alberto desapareció, la búsqueda por parte de la familia fue angustiosa. El mundo científico quedó conmocionado. Mientras esto ocurría, los linyeras se reunían bajo el puente, como en congreso, para escuchar las historias del vagabundo sobre la amistad y las constelaciones. La harapienta comunidad lo llamaba “ El loco de las estrellas”
Un invierno muy crudo el vagabundo fue hallado muerto. Entre sus harapos sólo tenía un cuaderno con extraños relatos sobre la muerte de un tal Ricardo, datos del cosmos, apuntes sobres virus y una foto en la que se veían a dos científicos de espaldas mirando una gigantografía en la que se destacaban estrellas muy brillantes. Curiosamente, algunas constelaciones parecían figuras de ángeles mutilados.

-San Matín de los Andes-

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