domingo, 27 de septiembre de 2009

GUY DE MAUPASSANT


EN UNA NOCHE DE PRIMAVERA

Jeanne iba a casarse con su primo Jacques. Se conocían desde la infancia y el amor no adoptaba entre ellos las formas ceremoniosas que toma generalmente en la buena sociedad. Habían sido criados juntos sin sospechar que se amaban. La joven, algo coqueta, le hacía, sí, algunos arrumacos inocentes al joven; lo encontraba agradable, además, y buen chico, y cada vez que lo volvía a ver, lo abrazaba con toda su alma, pero sin estremecimientos, sin ese estremecimiento que parece arrugar la carne, desde la punta de las manos a la punta de los pies.
Él pensaba simplemente: "Es linda, mi primita"; y la evocaba con esa especie de enternecimiento instintivo que un hombre experimenta siempre hacia una chica linda. Sus reflexiones no iban más lejos.
Puro he aquí que un día Jeanne oyó por casualidad a su madre decir a su tía (a su tía Alberte, pues la tía Lison se había quedado soltera): "Te aseguro que se amarán en seguida, esos chicos; se ve. Por mi parte, Jacques es enteramente el yerno sonado".
E inmediatamente Jeanne se había puesto a adorar a su primo Jacques. Entonces se había ruborizado al verlo, y su mano había temblado en la mano del joven; bajaba los ojos cuando encontraba su mirada, y se las arreglaba de mil maneras para que él la abrazase; hasta el punto de que él se había dado cuenta de todo. Había comprendido y, con un impulso en el cual se hallaba tanto la vanidad satisfecha cuanto un carino verdadero, había cogido a su prima entre sus brazos, susurrando a su oído: "!Te amo, te amo!".
A partir de ese día, todo fue arrullos, galanterías, etc., un despliegue de todos los modales amorosos que la pasada intimidad volvía libres y desenvueltos. En el salón, Jacques abrazaba a su novia delante de las tres ancianas senoras, las tres hermanas, su madre, la madre de Jeanne y su tía Lison. Paseaba con ella, solos los dos, días enteros por los bosques, a lo largo del pequeno río, a través de las praderas húmedas, donde la hierba estaba acribillada de flores campestres. Y esperaban el momento fijado para su unión, sin una impaciencia demasiado viva, pero envueltos, acunados por una deliciosa ternura, saboreando el exquisito encanto de las caricias insignificantes, de los dedos oprimidos, de las miradas apasionadas, tan largas que las almas parecen mezclarse; y vagamente atormentados por el deseo aún indeciso de los grandes abrazos, sintiendo como inquietudes en sus labios que se llamaban, parecían acecharse, esperarse, prometerse.
A veces, cuando habían pasado todo el día entre esta especie de tibieza apasionada, entre estas platónicas ternuras, tenían, por la noche, como un cansancio singular, y lanzaban ambos hondos suspiros, sin saber por qué, sin comprender, suspiros henchidos de espera.
Las dos madres y su hermana, la tía Lison, miraban este joven amor con risueno enternecimiento. Tía Lison, sobre todo, parecía muy emocionada al verlos.
Era una mujer bajita que hablaba poco, se borraba siempre, no hacía nada de ruido, aparecía solamente a las horas de las comidas, volvía a subir en seguida a su habitación, donde permanecía encerrada sin cesar. Tenía un aire bondadoso y anticuado, ojos dulces y tristes, y casi no contaba en la familia.
Las dos hermanas, que eran viudas, y que habían ocupado un puesto en la buena sociedad, la consideraban en parte como un ser insignificante. Se la trataba con una familiaridad sin miramientos que ocultaba una especie de bondad algo despreciativa hacia la solterona. Se llamaba Lise, pues había nacido por los días en que Béranger reinaba en Francia. Cuando se había visto que no se casaba, que ya no se casaría sin duda, de Lise había pasado a Lison. Hoy era "tía Lison", una humilde anciana muy limpita, espantosamente tímida incluso con los suyos, que la querían con un carino en el que entraban el hábito, la compasión y una benévola indiferencia.
Los ninos no subían nunca a besarla a su habitación. Sólo la criada penetraba allí. Para hablar con ella, la mandaban a buscar. Apenas se sabía dónde estaba situada esa habitación, esa habitación donde transcurría en solitario aquella pobre vida. No ocupaba un sitio. Cuando no estaba presente, nunca se hablaba de ella, jamás se pensaba en ella. Era uno de esos seres borrosos que sus mismos allegados desconocen, como inexplorados, y cuya muerte no deja un hueco ni un vacío en una casa, uno de esos seres que no saben entrar ni en la existencia ni en los hábitos, ni en el amor de quienes viven a su lado.
Caminaba siempre a pasitos presurosos y mudos, jamás hacía ruido, jamás chocaba con nada, semejaba comunicar a los objetos la propiedad de no producir el menor sonido; sus manos parecían hechas de una especie de algodón, al manejar tan leve y delicadamente los objetos que tocaban.
Cuando se pronunciaba: "tía Lison", esas dos palabras no despertaban, por así decirlo, el menor pensamiento en el espíritu de nadie. Es como si se hubiera dicho: "la cafetera" o "la azucarera".
La perra Lotte poseía ciertamente una personalidad mucho más acusada; la miraban sin cesar, la llamaban: "Mi querida Lotte, Lotte, bonita, mi pequena Lotte". La llorarían infinitamente más.
La boda de los dos primos debía celebrarse a finales del mes de mayo. Los jóvenes vivían con los ojos en los ojos, las manos en las manos, el pensamiento en el pensamiento, el corazón en el corazón. La primavera, tardía ese ano, vacilante, aterida hasta entonces bajo las blancas heladas de las noches y la brumosa frescura de las mananas, acababa de estallar de repente.
Algunos días cálidos, un poco velados, habían removido toda la savia de la tierra, abriendo las hojas como por milagro, y difundiendo por doquier ese buen olor debilitante de los brotes y de las primeras flores.
Después, una tarde, el sol victorioso, secando por fin los vahos flotantes, se había desplegado, irradiando sobre toda la llanura. Su clara alegría había llenado la campina, había penetrado por todas partes, en las plantas, los animales y los hombres. Los pájaros enamorados revoloteaban, batían las alas, se llamaban, Jeanne y Jacques, oprimidos por una deliciosa felicidad, pero más tímidos que de ordinario, inquietos por aquellos sobresaltos nuevos que entraban en ellos con la fermentación de los bosques, se habían quedado todo el día uno al lado de otro en un banco a la puerta de la quinta, no atreviéndose ya a alejarse solos, y mirando con ojos vagos, allá lejos, sobre el lienzo de agua, los grandes cisnes que se perseguían.
Luego, ya atardecido, se habían sentido apaciguados, más tranquilos, y, después de la cena, se habían acodado, charlando suavemente, en la ventana abierta del salón, mientras sus madres jugaban a los cientos en la claridad redonda que formaba la pantalla de la lámpara, y la tía Lison calcetaba medias para los pobres del pueblo.
Un alto oquedal se extendía a lo lejos, detrás del estanque, y entre el follaje aún menudo de los grandes árboles, la luna había aparecido de repente. Había subido poco a poco a través de las ramas que se dibujaban sobre su orbe, y, ascendiendo en el cielo, entre las estrellas que borraba, había empezado a derramar sobre el mundo ese resplandor melancólico en donde flotan blancuras y suenos, tan caro a los tiernos, a los poetas, a los enamorados.
Los jóvenes la habían mirado al principio, y después, totalmente impregnados por la tierna suavidad de la noche, por aquella iluminación vaporosa de césped y macizos, habían salido a pasos lentos y paseaban por la hierba blanca hasta el lienzo de agua que brillaba.
Cuando hubieron terminado las cuatro partidas de cientos de todas las noches, las dos madres, que se adormecían poco a poco, tuvieron ganas de acostarse.
"Hay que llamar a los chicos", dijo una.
La otra, de un vistazo, recorrió el horizonte pálido donde dos sombras erraban dulcemente.
"Déjalos, prosiguió, !está tan bien afuera! Lison los esperará, ¿verdad, Lison?".
La vieja senorita alzó sus ojos inquietos, y respondió con su voz tímida:
"Claro que sí, los esperaré."
Y las dos hermanas se fueron a la cama.
Entonces tía Lison se levantó a su vez, y, dejando en el brazo del sillón la labor iniciada, su lana y la gran aguja, fue a acodarse a la ventana y contempló la encantadora noche.
Los dos enamorados caminaban sin tregua, a través del césped, desde el estanque a la escalinata, desde la escalinata al estanque. Se estrechaban los dedos y ya no hablaban, como sacados de sí mismos, mezclados con la poesía visible que exhalaba la tierra. Jeanne vio de repente en el marco de la ventana la silueta de la vieja senorita, dibujada a la claridad de la lámpara.
"Vaya, dijo, tía Lison nos mira".
Jacques alzó la cabeza.
"Sí, repitió él, tía Lison nos mira".
Y continuaron sonando, marchando lentamente, amándose.
Pero el rocío cubría la hierba. Tuvieron un pequeno escalofrío de frescor.
"Volvamos ya", dijo ella.
Y regresaron.
Cuando penetraron en el salón, tía Lison se había puesto a calcetar otra vez; tenía la frente inclinada sobre su trabajo, y sus pequenos dedos flacos temblaban un poco como si hubieran estado muy fatigados.
Jeanne se acercó:
"Tía, nos vamos ya a dormir".
La vieja senorita volvió los ojos. Estaban rojos como si hubiese llorado. Jacques y su novia no le prestaron atención. Pero el joven vio los finos zapatos de la muchacha totalmente empapados de agua. Le asaltó la inquietud y preguntó tiernamente:
"¿No habrás cogido frío en tus piecitos?".
Y de repente los dedos de la tía fueron sacudidos por un temblor tan fuerte que la labor se le escapó de ellos; el ovillo de lana rodó a lo lejos por el entarimado; y ocultando bruscamente el rostro entre las manos, la vieja senorita se echó a llorar con grandes sollozos convulsivos.
Los dos jóvenes se lanzaron hacia ella; Jeanne, de rodillas, abrió los brazos, trastornada, repitiendo:
"¿Qué tienes, tía Lison? ¿Qué tienes, tía Lison?..."
Entonces la pobre vieja, balbuciente, con la voz banada en lágrimas y el cuerpo crispado de pena, respondió:"Es que. es que. cuando él te ha preguntado: ¿No habrás cogido frío. en. tus piecitos?... ¡Jamás me han... jamás me han dicho esas cosas a mí!... ¡Jamás!... ¡Jamás!".


Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893) estudió en Yvetot y Ruán. Tras la guerra franco-prusiana trabajó en varios ministerios, y fue cronista en Le Figaro y Le Gaulois. En 1867 conoció a Flaubert, quien le presentó a Turgeniev y Zola, gracias a lo cual en 1880 publicó su primera obra, "Bola de sebo". Escribió más de trescientos cuentos (entre los que se destacan "El horla", "El miedo", "Claro de luna") y cinco novelas (Una vida, Bel-Ami o Fuerte como la muerte, Pierre y Jean, Mont-Oriol y Nuestro Corazón). En 1892, atacado por la sífilis, trató de suicidarse. Lo internaron y murió al año siguiente. Usó algunos seudónimos: Joseph Prunier, Guy de Valmont, Maufrigneuse.

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