domingo, 20 de septiembre de 2009

ALICIA CHILIFONI


LA MILANESA VOLADORA

La noche de fines de setiembre se puso fría. Paseaba por la peatonal sin ganas de mirar vidrieras. Estaba para ver gente. Me gusta observar los rostros para tratar de adivinar qué les está pasando, pero el vientito más que fresco me produjo un vacío repentino en el estómago. Doblé por San Martín buscando un lugar donde comer. Un lugar simple, pero no de comida rápida, ¡por Dios, no! Ahí todo es rápido, no me gusta nada. Comer debe ser una ceremonia pausada.
Encontré un local largo y angosto, de ésos que parecen un tranvía. Me atraen esos lugares, porque me dan sensación de complicidad, de bohemia. Me acomodé en una mesa contra la pared mirando hacia la calle. Bastó un rápido vistazo al menú: la buseca me pareció ideal. "Por lo menos una vez al día, comed con cuchara" dice Arguiñano, y no se equivoca; igual que con lo de cascar la papa en vez de cortarla para que el puré salga más cremoso, o el corcho en el aceite de la sartén para que no se queme el pan rallado de las milanesas, o las gotitas de limón en el caramelo del flan para que no se endurezca pegado como piedra a la budinera.
Estaba picantita y bien caliente, la buseca, digo. Y el comer con cuchara me permitía pispear mejor a mi alrededor, fiel a mi propósito de estudiar a mis congéneres, de puro aburrida nomás. En una mesa cercana divisé una pareja despareja, y ahí me quedé. Un hombre mayor, una mujer mucho más joven, aunque ya no se cocinaba al primer hervor; de ésas que se dice diplomáticamente que todavía están en edad de merecer. Ignorando sus platos de comida, que estaban ahí como una excusa, charlaban. Mejor dicho, él no dejaba de hablar inclinado sobre el plato para mirarla a los ojos más de cerca. Ella, por momentos paseaba la mirada como distraída, y de vez en cuado lo miraba como diciendo te escucho pero igual no te hagas ilusiones. Sí. Tienen pinta de andar de trampas, me apeteció vaticinar.
Se acababa mi buseca y había pedido el postre, cuando el hombre en cuestión llamó al mozo. Pagó e iban saliendo mientras yo promediaba mi flan mixto. Me deleitaba pensando cuántas historias podía imaginar acerca de ellos, pero lo que no podía imaginar es que iba a olvidarlos ni bien traspusieran la puerta.
Una figura en la vereda me interesó mucho más. Un joven muy flaco, prematuramente canoso, con unas bermudas mugrientas, zapatillas ínfimas, de un color indefinido y un oscuro abrigo viejo al que mantenía cerrado con ambas manos en los bolsillos, escudriñaba el fondo del salón, donde estaban la barra y la caja registradora a cargo de una mujer. La situación debe haberle parecido propicia porque entró raudo. Al mismo tiempo que el flaco, también ingresó un chico de unos diez años, llevando en su mano izquierda un manojo de tarjetitas que repartía por las mesas, para luego recoger, con suerte, unas monedas.
Esto sí que estaba interesante. Los dos tenían la misma expresión en su semblante: tensos, recelosos, vigilantes, alerta como aves de presa, la musculatura facial literalmente congelada y los ojos clavados en el personal de la barra, que aún no reparaba en ellos, atareados como estaban.
Al pasar junto a la misma mesa a la que el flaco había procedido a sentarse de espaldas a la barra, cruzando las piernas, encorvándose como para que no pudieran detectarlo, y devoraba con velocidad inusitada la porción de ravioles con tuco que ella, la que no se cocinaba al primer hervor, había dejado prácticamente intacta, y las papas fritas del otro plato, el chico, en una fracción de segundo, manoteó con su derecha la milanesa que acompañara a las papas fritas, se la metió bajo el brazo izquierdo, y siguió con sus tarjetitas como si nada.
El muchacho flaco, luego de engullir con prontitud digna de un concurso, mientras se ponía de pie, tomaba sendos pancitos que habían quedado y se los iba metiendo en los bolsillos mientras salía, tan raudo como había entrado. Alcanzó la vereda y dobló a la derecha, desapareciendo de mi vista. Me pregunté si los panes en cuestión irían a complementar la milanesa del "socio", o si operaban por separado.
Era evidente que ambos personajes habían estado estudiando el panorama desde afuera, atentos a alguna mesa que quedara bien provista; y debían obrar con rapidez, antes de que algún mozo retirara el servicio.
Evidentemente, no sólo yo había estado siguiendo los movimientos de la pareja. También la vigilaban desde la vereda los dos muchachos, aunque con motivaciones totalmente diferentes a las mías.
Total que no escribí ninguna historia de parejas de trampas. Con el corazón arrugadito, me fui taconeando despacio, pensando que... ¡en mi barrio es tan distinto! En mi Catán, allá en Matanza, cada uno tiene lo suyo para comer. Cuando vuelvo a casa caminando por las noches, aspiro con emocionada fruición los olores a comida que salen de las casas: frituras, tuco, por ahí algún asado.
Sí. Cada uno cocina lo que quiere y como quiere, siempre y cuando el menú elegido esté al alcance de su plan trabajar, o de su plan jefas y jefes, o de su changa, si la tiene, o de su magro salario. Pero nadie acecha como animal hambriento, listo a arrebatar comida, o a la espera de que alguien le acerque las sobras. Debe ser porque acá no sobra nada. Desaparece todo, como la milanesa. ¡Pobre flaco! Si no eran socios, todavía debe estar tratando de explicarse cómo fue que crió patitas y se le escapó, o si tal vez habría sido de una especie voladora.Acá no falta nada. Y no queríamos creer cuando nos decían que estábamos en el primer mundo. Pensábamos que nos tomaban el pelo. ¿No ves que nos quejamos de llenos? Entonces ahora, decime vos, ¿por qué cuernos estoy llorando?

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