El novio de María
Ariel Félix Gualtieri
María,
que siempre había sido rubia, pequeña y delgada, contaba por aquel entonces con
veintisiete años. Hacía poco que se había recibido de médica y trabajaba como
residente en un hospital. Vivía sola en un pequeño departamento alquilado de un
ambiente, en el barrio de Palermo, donde su única compañía era un enorme sapo
llamado Moque. Pareja, no tenía. A lo largo de los años había emprendido varias
relaciones, pero ninguna había llegado a buen puerto, y la pobre muchacha vivía
ahora, a todas luces, francamente desesperada por conseguir un novio. Buscaba
un sujeto pacífico, alguien que se pudiera presentar a la familia y a los
amigos, que se quisiera casar y tener hijos.
María
tenía dos amigas que habían encontrado pareja a través de una red social, en
internet, y aunque a ella no le gustaba mucho esta metodología —y además tenía
miedo de encontrarse con gente «rara»; miedo que le había inculcado
exitosamente su madre durante la adolescencia— decidió intentarlo. Al cabo de
unos días, llegó a entablar una relación con Juan, un abogado dos años mayor
que ella, quien, al parecer, había vivido experiencias parecidas en el plano de
las relaciones amorosas. Después de dos o tres días de comunicación electrónica
a través de mensajes de texto, Juan la llamó para invitarla a salir. La chica
aceptó con alegría y se conocieron personalmente. Para gran satisfacción de
María, Juan resultó ser una persona completamente normal, y pronto se
estableció un noviazgo como el que ella tanto había deseado. Se veían un par de
veces por semana, generalmente los jueves y los sábados. Iban al cine, a cenar
y a caminar, y hablaban de proyectos para el futuro. Ella conoció a la familia
de Juan, y el muchacho fue a cenar a la casa de los padres de María.
Después
de un año de relación, la chica se había vuelto una persona feliz y con planes
de casamiento. Sin embargo, la pobre María no sabía lo que estaba por ocurrir.
Fue por aquel entonces que nosotros comenzamos a recibir noticias sobre ella.
Cierto
día, Juan le dijo que debía irse de viaje por una semana, pero que le resultaba
imposible contarle a qué lugar y por qué causa. De más está decir que aquello
no le gustó para nada a María. Fue un terrible golpe para la chica, y le hizo
recordar dolorosas traiciones de parejas anteriores. «¿Y por qué no podés
contarme nada?, ¿por qué tanto misterio?», le preguntaba a Juan. «María, mi
amor, confiá en mí, no te preocupes por nada», la tranquilizaba su novio, «en
una semana vuelvo y seguiremos como siempre». A la semana siguiente partió
Juan. Un rato antes de despedirse, sacó del bolsillo su teléfono celular y se
lo entregó a María. «Quedátelo vos», le dijo a su novia, «solamente nos
comunicaremos por correo electrónico». Cuando la chica le preguntó el por qué
de aquella extraña determinación, Juan miró al piso y no contestó nada.
Un
día después, María recibió el primer mensaje de su novio: «Hola María, mi amor,
¿cómo estás? Espero que muy bien. Por mi parte, no puedo quejarme. Acá todo es
maravilloso. Te extraño tanto…».
Para
ella, que había pasado unas horas terribles desde la partida de Juan, aquel mensaje
suyo le produjo, a pesar de las dudas que despertaba, un enorme alivio. Le
contestó entonces con alegría e incontables palabras de afecto. Durante los
días que duró su ausencia, él no dejó de escribirle, aunque sus mensajes
siempre eran parecidos al primero. Las respuestas de ella fueron perdiendo
intensidad y ganando lugares comunes. Finalmente, al cabo de una semana, tal
como lo había prometido, Juan regresó con María.
Ella
insistió para que le dijera a dónde había ido y para qué, pero él no quiso
decirle nada. María reflexionó entonces sobre la posibilidad de separarse, pero
finalmente no lo hizo.
Juan
siguió viajando. Lo hacía cada mes, o cada dos meses. Los viajes duraban entre
una semana y diez días, y siempre se comunicaba con María a través Los viajes
duraban entre una semana y diez días, y siempre se comunicaba con María a
través de correo electrónico. Todos sus mensajes eran muy similares. Hemos
logrado conseguir una buena parte de ellos, algunos de los cuales transcribimos
a continuación:
«Hola María, estoy encantado,
emocionado hasta las lágrimas con todo lo que me rodea. El domingo regreso. Me
muero de ganas de verte».
«María, hoy ha sido un día maravilloso,
jamás se borrará de mi memoria. Te quiero».
«Te amo con locura, María. Si vieras lo
que estoy contemplando en este momento, te encantaría, no lo olvidarías jamás.
¡Ay de mí, María!, ¿por qué no estoy junto a vos ahora?».
«María, hoy estuve pensando todo el día
en vos. Me está yendo muy bien aquí, realmente lo estoy disfrutando».
Pero dentro de todos los mensajes que
hemos logrado reunir, creemos que el siguiente pudo haber sorprendido a María
más que los otros:
«María, por favor, tenés que echar a
Moque de tu casa».
La
situación duró algo más de dos años. Y durante todo aquel tiempo, ella no logró
arrancarle a Juan ningún tipo de explicación. Cuando le preguntaba por aquellas
maravillas de las que hablaba, su novio se mostraba indiferente, callaba o
cambiaba de tema. Por otro lado, María no tenía con quien hablar sobre todo
aquello. Juan le había hecho prometer que no le comentaría a nadie acerca de
sus viajes. «Ni mis amigos ni mi familia lo saben», le explicaba a su novia,
«es un secreto que, por el bien de los dos, debe permanecer entre nosotros».
Finalmente,
un día María logró reunir las fuerzas necesarias para decirle a su novio que si
no le contaba a dónde iba y qué era lo que hacía, entonces ella lo dejaría para
siempre. Juan le pidió unos días para reflexionar sobre el asunto, pero aquella
misma noche la llamó para decirle que comprendía su planteo y que le contaría
toda la verdad. «Merecés saberlo, María, te lo tendría que haber dicho mucho
antes, ahora me doy cuenta: ocultártelo fue una estupidez». Acordaron
encontrarse al día siguiente en el lugar de siempre, un café de la avenida
Córdoba. Como era usual, ella llegó puntualmente a la hora convenida. Juan, siguiendo
también su costumbre, apareció unos veinte minutos después. La encontró tomando
un té. Se saludaron sonriendo con un pequeño beso en los labios, él tuvo que
inclinarse bastante porque su novia no se levantó. Juan se sentó y el mozo se
le acercó enseguida; pidió un café con leche y un tostado de jamón y queso.
Entonces, sin darle a María tiempo de decir nada, volvió a pararse para ir al
baño, no sin antes ofrecerle a su novia una suplicante disculpa, que ella tuvo
que aceptar sin remedio. La chica se quedó mirando a través de la ventana del café.
Permanecía reclinada hacia adelante, con la mano en la barbilla. Mientras veía
como la gente iba y venía por la calle, pensaba en lo que le diría su novio. En
cierto momento pasó frente a ella una familia de cuatro: madre, padre y un par
de niños de entre seis y diez años. Los pensamientos de María arribaron
entonces a su niñez, y en su pequeño rostro comenzaron a aflorar leves
sonrisas..
De
pronto María notó que su novio estaba tardando demasiado. Miró el reloj y
estimó que ya habían pasado unos veinte minutos desde que Juan se había
encaminado hacia el baño. Cuando transcurrieron otros diez, con la cara
colorada, se acercó al mozo que los había atendido. Este se introdujo en el
baño, y pronto salió y le dijo a María que su novio no estaba allí. Ni aquel
mozo, ni el otro que había en el café, ni tampoco el cajero, recordaban haber
visto salir a Juan del establecimiento. Ella les preguntó entonces a los otros
clientes que estaban en el café, uno por uno. Todos ellos parecieron
sorprenderse cuando María los abordó. Algunos se molestaron, otros se
asustaron, pero ninguno pudo decirle nada acerca de su novio.
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