domingo, 22 de abril de 2018

Carlos Margiotta


Los duendes de La Subasta 
Carlos Margiotta

a Norberto

Finalizaba el mes de febrero y mi hija estaba en Buenos Aires con mis nietos y su marido. Ella quería festejar su cumpleaños cuarenta junto a la familia y sus amigos antes de volver a París donde vive y baila tango. Entonces pensé que el lugar ideal para celebrar el acontecimiento era La Subasta. Una clásica casa de Caballito trasformada en café que administra mi amigo Norberto, compañero de la escuela primaria y secundaria, y a la que voy hace 20 años a leer, escribir y coordinar talleres literarios. 
Es un ambiente mágico, suelo comentarle a mis invitados, allí pueden disfrutar de la melancolía del lugar rodeado de fotos viejas, un piano vertical, un combinado que todavía pasa discos, un antiguo reloj colgado frente al mostrador, una chimenea a un costado que calienta el invierno y de las paredes con ladrillo a la vista que albergan a los fantasmas de varias generaciones.
Mi amigo colecciona, además de recuerdos, relojes, llaveros y otros objetos sin uso como cortaplumas, alicates, tijeras y pequeños objetos decorativos entre otras debilidades. 
“Esta casa la compró mi viejo en el ´52 y nos vinimos a vivir con mis madre, mis dos hermanos y mi abuela.” Había contado una vez en nuestras rigurosas picadas mensuales de fiambre y queso regadas con buen vino donde nos reunimos con ex compañeros para volver a sentirnos adolescentes.
Un domingo después de las seis de la tarde paso frente a sus puertas y las encuentro cerradas. El lunes repito la misma visita y las vuelvo a encontrar de la misma forma. Pensé que se debía a las vacaciones o a la necesidad de hacer algunos arreglos en piso superior de la casa donde hacía mucho estaban los dormitorios, después hubo unas mesas de pool que Norberto mando sacar porque se encontraron en varias ocasiones a parejas haciendo el amor, y últimamente se había convertido en una sala de teatro espontáneo.
Recién el martes estaba abierto, subo los cuatro escalones que me llevan a su interior y le pregunto a Víctor que estaba acomodando las sillas. 
-¿Qué pasó? Viene el domingo y el lunes y estaba cerrado. 
-Si, cerramos por que hay poca gente en la ciudad y no vale la pena abrirlo por los gastos. Contestó.
Me quedé tomando un café un rato con un extraño presentimiento, cuando la veo entrar a Dorita, la cocinera, una paraguayita muy simpática que suele hacernos una tortilla a la española espectacular y un postre de budín de pan con pasas de uva maravilloso. 
-¿Se enteró? Me dice.
-¿De qué?
-Se vendió la casa… no quiere comprarla así no nos quedamos sin trabajo. Dijo
Yo ni siquiera atiné a contestarle. Un fuego me atravesó el pecho como un puñal. Pagué y me fui del salón con la sensación de estar presenciado la muerte de un club de barrio. Baje los cuatro escalones hasta la calle Río de Janeiro y camine hasta el puente del ferrocarril tratando de digerir la noticia. Todo lo que aprendí en la vida no me sirve un carajo. Pensé. 
La tarde empezaba a cerrarse y la luna asomaba por encima de la manzana que había sido de editorial Haynes, propietaria del diario El Mundo, donde nació Mafalda, ahora estaba ocupada por unas grandes torres sin gracia. 
Todo se derrumba, me dije. 
Estamos rodeados de objetos perdidos, somos marginados, exilados en un nuevo mundo incomprensible. Sentí que detrás mió me perseguían unos pequeños seres a la altura de mis rodillas que iban saltando y cantando como en una murga. Yo los miraba desde arriba, eran mis compañeros de colegio, ahí estaban los desaparecidos, el cura, el comisario, Jorge, Nicolás, Balón y tantos otros que se fueron al Padre antes de tiempo. La puta madre que los parió.
La noche la pase como en un velorio. Miles de recuerdos me asaltaron sin compasión. La gente de los talleres de escritura, millones de palabras, cuentos, relatos, voces, historias, presentaciones de libros, concursos, entrega de premios… en La Subasta. 
Me imaginé varias veces las imágenes recortadas en blanco y negro que como en una vieja película habrán pasado por el delicado corazón de Norberto.
A la mañana no aguanté más y lo llamé a mi amigo. “Si, Negro mis hermanos quisieron vender la propiedad y no puedo hacer nada. Me siento como el culo.”
No quise preguntarle por el valor de la propiedad, ni cuanto era su parte, pero me contestó aclarado mis interrogantes. “Vos sabes que yo vivo de mi profesión de abogado y La Subasta es mi rincón sagrado donde vuelvo a correr por el patio como un chico, subo por las por las escaleras hasta las terraza para mirar a las minas y me gusta juntarme con los amigos”.
Arreglamos la fecha de la última picada y me comuniqué con el Pelado (otro de nuestros referentes) para convocar a los compañeros de la edad feliz. La cena de despedida estaba organizada: el 21 de marzo, comienzo del otoño, y de la despedida.
“Nos conocemos hace más de 60 años”, se escuchó decir a uno de nosotros. “En plena  guerra de Correa”, dijo otro. “Te acordás cuando en quinto te elegimos el mejor compañero y los curas no quisieron reconocerlo porque tenías mala conducta” se escuchó.
Y continuamos con los recuerdos de los campeonatos de fútbol, los profesores y las mil anécdotas que vivimos juntos. Las diferencias habían desaparecido mágicamente para mantener la ilusión de que éramos todos iguales y el tiempo no había pasado.
Sobre el final uno trajo el estribillo de la canción de despedida: “Dulcísimo recuerdo de mi vida, bendice a los que vamos a partir... recibe Tú mi adiós de despedida, y acuérdate de mí”.
Sé que no alcaza con el reconocimiento a su generosidad pero la cena se vivió como un homenaje para quien se la pasó tejiendo vínculos como una abuela y  nos fue reuniendo uno por uno después de muchos años.
Los compañeros se fueron despidiendo de a poco con grandes abrazos. Mientras yo subía a los sanitarios del primer piso se me cruzó la imagen de ella, la mujer que tanto amé. “Negro vamos a La Subasta así me lees los últimos poemas de amor que escribiste”. Todo pasa y todo queda.
Me ofrecieron llevarme a casa pero decidí volver caminado. 
La luna de Caballito brillaba sobre el parque Centenario. Sabía que dejaba atrás un cacho de mi alma y también que podía convocar a los duendes de La Subasta en algún escrito. No pude imaginar que le pasaría a Norberto después de tanto amor. 
Que importa del después. 

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