domingo, 24 de septiembre de 2017

Marisa Presti


                             Un día, una carta 
Marisa Presti

Amalia no se parecía en nada a su hermana. Era de carácter tranquilo, bondadosa, siempre dispuesta a brindarse a los demás, aún en perjuicio propio. A pesar de los años, su sonrisa parecía conservar la ilusión de la juventud, dándole un atractivo especial que despertaba los celos de Irene. Hacía más de cuarenta años que vivían juntas. Las circunstancias económicas habían sellado una convivencia difícil en la antigua casona de la familia.
Una mañana, Irene entró bruscamente en el dormitorio de su hermana, corrió las cortinas y tiró de las frazadas, dejando el delgado cuerpo sin abrigo: ¡Levantáte, ya es hora de que hagas algo! ¿O te pensás que soy tu sirvienta?
No era la primera vez. Cada tanto, solía tener arranques de mal humor, descargándose de cualquier forma posible. Amalia no le contestó. Con esfuerzo, se incorporó lentamente, y sin siquiera mirarla caminó hacia el baño.
No merezco esta vida, murmuró frente al espejo. La imagen le reflejó el dolor con toda su crudeza: la mirada enturbiada, triste, parecía destacar más las profundas ojeras y un ligero temblor en su barbilla le reveló la nerviosidad que recorría su cuerpo. Nunca había odiado a alguien, pero esa mañana tuvo la sospecha de empezar a anidar ese sentimiento en su corazón.
¡A ver si te apurás y preparás el desayuno! La voz fuerte y desagradable de su hermana le llegó a través de la puerta. Sintió que su paciencia se agotaba, pero a pesar de todo se enjuagó rápidamente, se puso el deshabillé y fue hacia la cocina. Sirvió el café con leche, y a los pocos minutos escuchó las consabidas críticas: ¡Esto está horrible! ¿No sabés que me gusta el café liviano? Sintió que todo se atragantaba en su garganta. El cuchillo con la mermelada tembló en su mano unos segundos. Dios mío, pensó, líbrame del mal.
Esa misma tarde, mientras limpiaba los muebles del comedor, se le ocurrió la idea. La sonrisa volvió a su rostro y hasta tuvo ganas de tararear bajito una vieja canción napolitana. Siempre había pensado que su hermana le tenía una profunda envidia, en parte por su carácter, pero mucho más por haberse quedado soltera mientras que ella tuvo la dicha de casarse con Esteban. Fueron pocos los años de felicidad, recordó, hasta aquel accidente terrible que lo quitó de mi vida para siempre. Irene, en cambio, tuvo un solo novio, el famoso Adolfo, que le prometió amor eterno y dos meses antes de casarse se fue a Europa en un barco carguero. Y claro, pensó, ella no pudo soportarlo, se volvió desagradable y amargada, sobre todo cuando murieron mis padres y quedó sola en esta enorme casa. Maldito el día en que acepté su propuesta de vivir juntas…
Al otro día, con la excusa de que faltaba azúcar, salió de la casa temprano. Compró papel y sobre en la librería, se sentó en el bar frente al correo, pidió un café y sacó de su cartera una birome. Estuvo más de una hora, buscando las palabras más convincentes, más apasionadas. Los adjetivos se agolpaban en su mente, fuertes, impulsivos, casi desafiantes, destinados a despertar la pasión de quien lo leyera. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, firmó cuidadosamente, cerró el sobre y cruzó hasta el correo.
El primero que se asombró fue el cartero. Hacía años que no entregaba ninguna correspondencia para las hermanas Aguilar. Cuando vio el sobre leyó dos veces la dirección para constatar que no se estaba equivocando. A las diez de la mañana, introdujo la carta en el pequeño buzón de la entrada. Amalia, mirando con disimulo a través de la cortina de voile, lo vio irse en su bicicleta hacia el otro lado del pueblo. ¿Querés creer, Irene?, dijo alzando la voz, parece que nos llegó una carta.


Surtió efecto. Irene dejó de batir en la cocina y preguntó: ¿Para quién es? Cuando Amalia le entregó la carta, fue a su dormitorio y cerró la puerta. Por más de una hora permaneció encerrada. Cuando salió, los anteojos no disimulaban la emoción contenida. No dijo una palabra. Ni ese día ni los demás en que siguieron llegando cartas con el mismo remitente: Adolfo Castiñeiras.

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