martes, 18 de julio de 2017

Carlos Margiotta


La Tipa  
Carlos Margiotta

Estacionó el auto cerca de la peatonal, tomó su portafolio y se dirigió a visitar a unos clientes. El calor de la mañana le ajustaba la camisa y la corbata le apretaba el cuello, tuvo ganas de sacársela pero sabía que un productor de seguros no podía presentarse desaliñado. Su trabajo, no sólo le gustaba, sino que además con él había ganado mucho dinero y un buen prestigio en pocos años. Tenía un departamento grande en Belgrano, un auto nuevo, una casa de fin de semana en un country, y podía enviar a sus tres hijos a un colegio privado.
Con la primer cliente no tuvo problemas: le renovó los seguros del comercio y además hizo otro de vida. Con el segundo, discutió agriamente, el sujeto pretendía extenderle el pago noventa días y se fue sin la cobranza. Son gajes del oficio, pensó, aunque su orgullo no le permitía aceptar una derrota. Cuando terminó de visitar los negocios de la calle Rivadavia, caminó hacia el edificio de oficinas, el más alto de Quilmes, y trabajó hasta el mediodía.
Su plan era subir al auto y continuar con las entrevistas por Berazategui, Florencio Varela, y por último La Plata, pero decidió hacer una pausa. Tenía hambre, apenas había desayunado un café en el quiosco de la estación de servicio. Cruzó la calle y entró al bar que frecuentaba en la zona. Estaba cansado. Se sentó a la mesa y miró el menú, no había nada que podía comer. El corazón le avisó meses atrás con una arritmia, tenía la presión alta y debía hacer una dieta para bajar el nivel de colesterol. Pidió un agua mineral y una ensalada de tomate, lechuga y palmitos, sin sal.
Mientras le preparaban el pedido, prendió su celular, tenía varios mensajes de la Compañía y los contesto uno por uno. Después llamó su esposa: Acordáte que esta noche tenemos la reunión de padres del colegio. No quiero que la nena se pierda el viaje de egresados. Se quejó interiormente por el compromiso y llamó a su madre, que estaba delicada de salud, para excusarse por no poder visitarla.
Cuando terminó de comer volvió al estacionamiento y repasó mentalmente las tareas de la tarde. Añoraba aquellos días despreocupados donde disfrutaba de largas tertulias en el viejo café de Villa Crespo con los amigos. Dejaban pasar el tiempo hasta que las horas se apagaran con el último pucho arrugado contra el cenicero. Hoy hubiese calificado aquellas reuniones de ociosas e improductivas. Extrañó el rumor de las fichas de dominó que se desparramaba sobre el hule de la mesa, y el taco de billar que se estrellaba en una carambola. Pero eran jóvenes y todo era más lento, lo suficientemente lento que bastaba los sentidos y la amistad ¿Qué será de la vida de los muchachos? pensó.
Sorprendido por el recuerdo puso en marcha el auto. En la autopista soleada llamó a Mónica, la amiga de su mujer, con la compartían la cama y los sueños. Ahora no puedo, entendéme. Tengo que terminar de pagar la hipoteca de la casa. Me metí en un crédito para comprarte un dos ambientes y vos encima me reclamas, le había dicho semanas atrás. No era el momento de cambiar su vida, de perder lo que había ganado, y además tenía miedo que la medicación que estaba tomando le provocara cierta impotencia.
Quería descansar, dejar de correr detrás de las responsabilidades y bajarse un rato del vértigo cotidiano para recuperar la memoria y suspender el progreso. ¿Cuánto hacía que leía un buen libro?. Con estos pensamientos recorrió los lugares previstos y olvidó algunas de sus entrevistas de agenda. Decidió ir al Bosque, y tirarse debajo de un árbol. Se van todos a la mierda, masculló. Acomodó el auto cerca del Observatorio junto a una frondosa Tipa y reclinó el asiento hacia atrás para convertirlo en una cama. Se quitó el saco, descorrió el nudo de su corbata y se dejó ir con la brisa verde de la tarde. En el ensueño apareció su madre en la azotea de la casa de la infancia colgando la ropa al sol. ¿Dónde te duele, hijo?
onó el celular y se despertó, era un llamado intrascendente. Miró el reloj, tenía sólo una hora para regresar a la capital y cumplir con sus obligaciones. Cuando subió a la autopista puso la quinta marcha y aceleró. Ahora sabía que por delante estaba la nada, tan eterna y sin prisa.  


1 comentario:

Maria Ester Sorbello dijo...

Fuerte, pero es la realidad, que nos engulle, nos deja vacíos de tantas cosas bellas, como un simple descanso debajo de un frondoso árbol.
Hermoso.