domingo, 22 de enero de 2017

María A. Escobar


Las amigas 
María A. Escobar

Y claro, cómo no iba a aumentar el precio del remís, si todo aumentaba.  Ella iba sentada al lado del conductor, porque él se lo había sugerido y su pierna, del tamaño de una pierna de cerdo, tocaba la palanca de cambio. Corrase, le decía el viejo. Adónde, le replicaba Elvira, tendría que haber viajado en el asiento de atrás. La puerta de atrás no abre. Siempre igual, unos autos desastrosos y te cobran como si viajaras en no sé qué. El paquete con las facturas sobre la falda posiblemente le dejaría alguna mancha de grasa.
Contra la puerta se aplastaba la  la cartera de lona en donde llevaba la billetera y las fotos de Cachito para enseñárselas a Rosita. Cachito estaba tan lindo, con unos cachetes bien sonrosados, gordito, bien alimentado se veía. Se parecía a Juan.  Era su vivo retrato, aunque la nuera decía que se parecía a su padre, por llevarle la contra a ella.  Pero no, su nieto era igual a Juan, su hijo y la opinión de ella la tenía sin cuidado. A los ochenta años había llegado el primer nieto, justo cuando ella casi no tenía fuerzas para nada, salvo ir a verlo cada tanto y llevarle montañas de golosinas, para escándalo de la nuera.
Ya estaban llegando y, cuando divisó la puerta pintada de verde, le dijo al viejo, déjeme ahí. 
Discutieron porque él quería cobrarle más por el viaje, porque ella sostenía que ése era el precio del viaje mínimo y el viejo que no, que eran dos cuadras más. Bah, dos cuadras más, dijo ella pero le tiró los veintidós pesos sobre la pierna. El viejo tuvo que empujarla para que pudiera bajar. Aferró las facturas que se le abollaron un poco, Rosita comprendería.  Ella también era obesa y el mundo estaba hecho para los delgados. Si alguna vez viajara en avión (cosa que ya no sucedería) hubiera tenido que pagar dos pasajes. Era justo? Pensaba que no porque ella era una sola persona.
Frente a la puerta verde golpeó las manos como pudo, pero Elvira la esperaba y entonces sintió sus pasos lentos, pesados, acercarse a la puerta. Se besaron en ambas mejillas, felices de verse, como lo hacían una vez por mes, cuando Rosita cobraba la jubilación. Desde el fondo llegó una voz moribunda –quién es?  -Rosita, dormite-  Y luego le susurró a ésta -me tiene harta…no sabés cómo-
Se instalaron en el patio en donde agonizaba un limonero.
Elvira había dispuesto dos sillones de caña en los que esforzadamente entraron sus voluminosos traseros y, en el centro, una pequeña mesita de factura casera en donde dispusieron el termo, la yerba, el azúcar y en un banquito aparte las facturas y una torta casera que había hecho Elvira.
Ambas comenzaron a hablar de sus dolencias que, en realidad, provenían casi todas de su gordura  Las visitas al médico porque el colesterol y el azúcar que no bajaban. Pero qué placer les quedaba a ellas sinó darse algún que otro gusto ya que no iban a ningún lado?  Apenas si caminaban. De cualquier modo, estaban vivas cuando ya muchas amigas, flacas ellas, habían partido.


¿Valía la pena sacrificarse renunciando a los manjares por los que morían? De tanto en tanto llegaba la voz cascada que, desde la cama, profería el viejo y Elvira lo mandaba a callar. Con la boca llena, el mate, más azúcar que yerba, cambiando de mano, Elvira le explicó a su amiga -está muriendo,el cigarrillo, no lo podía dejar. Los médicos se cansaron. Yo me cansé.  Alcanzame ese cañoncito de dulce de leche, son mi debilidad, ¿viste? El cigarrillo mata Rosita. Si, dijo ésta con un churro en la mano, el cigarrillo verdaderamente mata.

No hay comentarios: