jueves, 20 de octubre de 2016

Eduardo Coiro


Florecido  Eduardo Coiro

 
 El hombre la había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el jardín.
 Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada.
 Al otro día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. La mujer se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.
 No se quedó quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del nuevo amanecer.
 Nadie pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer.
 Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
 El hombre se vio a la siguiente mañana en el espejo y comprendió lo que sucedía.
 No había logrado extirpar bien las raíces de ella. Su amada.
 Sus brotes se abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.

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