jueves, 20 de octubre de 2016

Carlos Margiotta


NANETE 
Carlos Margiotta

Nanete llegó a las cinco en punto, como todos los martes, y repitió el ritual. Frente al espejo colgado en la puerta del ropero, se desvistió. Primero se quitó el sombrero de fieltro, después el saquito de franela gris y el chaleco haciendo juego, después la camisa de seda blanca y la pollera ajustada del trajecito sastre. Se miró el cuerpo generoso en el espejo con una sonrisa maliciosa. Continuó sacándose la enagua de rayón, los zapatos de taco alto, y las ligas que sujetaban las medias negras con una fina costura a lo largo de los muslos y las pantorrillas que enfundaban esas piernas perfectas, esas piernas que tanto me calentaban. Abrió el ropero y descolgó la bata de algodón bordó, se puso las chinelas de piel de zorro, y se fue a duchar.
Yo, sentado entre el biombo chino y el bargueño inglés, apenas podía ver el vapor escapando de la puerta entreabierta. El ambiente era demasiado estrecho para la cama de dos plazas, estilo francés, las mesitas de luz, y el sillón Luis XVI, que el señor había comprado en Maple.
Ella me ignoraba, haciéndome sentir un objeto decorativo, ausente, discreto, esperando el encuentro de esos dos desenfadados, insaciables y mentirosos amantes, que hacen el amor  delante de mí sin pudor. Se abrazan, se tocan, se muerden,  escuchando tangos y boleros en la victrola que debajo de la ventana aturde mis oídos. Después del placer fuman un cigarrillo, beben una copa de coñac, se dan un baño perfumado juntos, y se visten, y se besan nuevamente, y el señor le da un billete de cien pesos y ella lo guarda en el corpiño, y se dicen te quiero amor mío, y se despiden hasta el próximo martes, y me dejan a media luz,  me dejan solo, mudo, ciego, petrificado en un rincón, por ser simplemente el cómplice gato de porcelana. 



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