viernes, 24 de julio de 2009

LULÚ COLOMBO


LEPIDÓPTEROS

Hay una variedad de Lepidópteros -a veces se me enfatiza que los poetas inventaron las "mariposas nocturnas"-, que presenta diferencias en cuanto a adaptación y aspecto destinadas a llenar las necesidades de los más variados ambientes -las nocturnas suelen ser profusas en ciertos lugares y he sabido que en la ciudad son objeto de culto-. Ahora tengo seguridad de lo que expreso al respecto, se trata de la mariposa pilosa del Himalaya y de las altas cumbres del Asia, con alas blancas de gran envergadura. Aunque en este caso adquiera una coloración diferente, es del género Lepidus, inofensivo y noctívago. Se trata de una variedad rojo púrpura con profusa vellosidad y escamas. Fue traída por un mercader que contrabandeaba grillos para pelea. El barco vino del Oriente, la Lepidus viajó como "mariposa de noche", cómodamente, en la lámpara de alabastro de la cabina del capitán, un coreano acostumbrado a meses de navegación y al solo ruido del mar. En un bullicioso puerto asiático bajaron los grillos enjaulados y el barco continuó viaje. Ya en alto mar el capitán se entretenía con el rojo aletear. A los pocos días ordenó cambiar el rumbo y se dirigió a los mares del sur, buscaba aguas dulces. Era arriesgado contradecirlo y la tripulación no osó pensarlo siquiera, además de parco y rápido con el puñal, su mirada había adquirido un brillo siniestro más que convincente. Al arribar al imponente río después de muchos soles, el viento frío del sur escoltó el barco hacia el protegido fondeadero, el delta inmenso recordaba al del Mekong y el capitán abrió la puerta de la cabina para observar mejor. Esponjando las rojas vellosidades ante el placer del frío húmedo la alada criatura se dispuso a atravesar los bancos de niebla sobre el río y fue a desovar en tierra atraída por la arboleda próxima y por los libros que detectaban sus antenas. Una estela púrpura quedó brillando suspendida en la bruma. Allí empezó el infierno para la ciudad y la ruina de los bardos. Pocos días después los poetas habían sido apedreados por una multitud enfurecida por repentina fobia a las mariposas nocturnas de sus versos. El polvo de las enormes alas producía enajenación en muchos y el despertar incontrolable de pasiones que enardecían el corazón y la lengua al punto de producir los más temibles actos de envalentonamiento, cobardía, injuria y traición. La sensatez y la templanza se tornaron ausentes o desconocidas. Gente fulminada por ataques espumosos parecidos a la rabia, y otros atragantados con palabras, morían. Instintos que parecían ya no existir entre los hombres puestos a flor de piel por las pilosas alas que desprendían bermejas partículas alucinógenas. La violencia estalló y nadie imaginaba adónde pararía. Los hombres y mujeres ricos asustados por el caos construyeron rápidamente una ciudad amurallada dentro de la ciudad. La cantidad de mariposas de brillantes alas púrpura como amapolas flotando en el aire cubrió el cielo. La gente se arrodillaba en delirante multitud con los brazos extendidos hacia el cielo. Aparecieron santones y milagreros para aplacar a la turba que clamaba desconsolada y babante. Hablaban en lenguas diferentes y sus nombres al roce de las velludas alas también eran extraños. Son señales del fin del mundo, dijo uno que miraba la nube púrpura emborrachándose de polvillo. El rebaño impaciente revoleó los ojos aterrorizado. Los entomólogos estaban perplejos, los músicos sólo componían melodías desoladoras y letras pesarosas. Los artistas plásticos se habían enamorado de ese cielo de alas y polvos iridisados que dependiendo de la hora pasaba del bermejo al anaranjado y del borgoña al púrpura intenso que estallando en el aire dejaba en las pupilas un embriagante violeta con hilos magenta -Los cuadros del período son casi negros. Los pájaros caían empachados piando hacia la muerte; era ese último piar como pequeños infartos multiplicándose por millares. Una multitud errática aplastaba el tibiplumaje y al crujir de los huesecillos se unía la plegaria de los santones y el crepitar de las fogatas. El polvillo bermejo había emborrachado también a los incrédulos; con pañuelos embebidos en vinagre tapando sus narinas algunos permanecieron sobrios y acusaban a los laboratorios por la desconocida epidemia; otros debitaban la causa del caos de alas púrpura a la química molecular y a la genética aplicada. Los creyentes odecían: "Dios es justo"; los ciegos sentían arder sus mejillas y el corazón invadido de incontrolables deseos que les agitaban las venas como las cuerdas de un velero al viento. Me llamaron al foco de la tormenta bermeja y a eso me remitiré en lo posible. La zona había sido aislada y los satélites mostraban los cambios de color en el epicentro de la inmensa nube roja en expansión que fluctuaba sobre ese cielo. Lo observé por red satelital. Ver abajo la ciudad ya no era posible, sólo la nube iridisada con toques de oro sobre un púrpura inefable, eso era todo. El asombro de los otros especialistas no tenía fin, unos decían que eran inofensivas y que era una cuestión de tiempo para que surgiese su enemigo natural. No se podían usar insecticidas porque el desastre sería mayor, además, si morían en la ciudad, los cadáveres como rojas marimoñas taparían los ductos y canales y las aguas cubrirían la ciudad apenas cayesen unas pocas gotas. Envenenarlas sería matar los peces contaminando aún más las aguas del inmenso río donde el barco que trajo la primera Lepidus sp estaba anclado ignorante de ser el origen de tamaño desastre. Había una junta internacional de científicos y políticos para resolver la cuestión. Las mariposas salidas de los libros se fueron juntando al mar de corolas brillantes que se entrechocaban en el aire. Los pájaros habían callado ya y ahora era la vez de los peces. Saltaban como voraces truchas a la caza de las pilosas criaturas rojas y empezaron a morir por millares. Flotaban surubíes manchados grandes como chalupas; pasaban hinchados vientres oro y plata a la deriva entre bancos de camalotes y encallaban en esa pegajosa pasta roja de lepidópteros en descomposición que se desparramaba como bancos de coral. La gente salida de sí deambulaba espantando alas. Los pocos que no deliraban prendían hogueras en las plazas para quemar toneladas de la velluda pasta bermeja. Los santones oraban. Los científicos seguían el acontecimiento de cerca y emitían boletines sobre el fenómeno. Nadie sabía hasta ahora si habría alguna relación entre el delirio y la carencia de algún nutriente. Las autoridades salieron a desmentir a un grupo de científicos que sostenía que había una relación directa entre la deficiencia proteínica y el estado de conmoción y desvarío, -violento en muchos casos- y recomendaban una mejor distribución de los alimentos que a estas alturas se conseguían con dificultad. Comenzó a florecer un prometedor mercado negro de todo tipo de mercancías. Nadie sabía en verdad qué tenía que ver esto con las mariposas y su monstruosa reproducción. Especialistas en Lepidópteros recomendaron métodos para eliminar las pupas y romper el ciclo reproductivo; como no eran crisálidas comunes se mostraban impermeables a toda sustancia conocida, menos al fuego. No contaban, claro, con que las mariposas nocturnas también salían de los libros de las bibliotecas y esto ya era de veras incontrolable. Se prohibió usar la palabra "mariposa" y sus derivadas, así como el adjetivo "nocturno" no tanto por una cuestión efectiva de combate al insecto sino más bien por un regusto de la gente dada siempre a las prohibiciones a priori. Así fue como se pasó a usar en los boletines y noticieros el eufemismo "insectos de alas bermejas y hábitos non sanctos", es decir, "noctívagos". Los poetas sobrevivientes tuvieron dificultades de expresión y también los periodistas, no así los entomólogos que usaban el nombre científico Lepidus sinensis sp. var. opuscularis. Muchas personas ya sospechaban de las rubras alas y trataban de protegerse con los métodos que todos conocemos: desde invocaciones hasta la cura por imposición de manos. Aparecieron elixires y grageas para los disturbios pero el caos continuaba. Cuando llegué, las hogueras crepitaban en las calles, el puerto estaba en llamas y por el correntoso río flotaban masas informes y vientres repugnantes. Pájaros muertos eran quemados en gigantes piras. La majestuosa llama al soldado desconocido de un imponente monumento atrajo a los Lepidópteros a la danza de los muertos. Caían achicharrados en vuelo y al estallar sus gruesos cuerpos cubrían el bronce de una sustancia rubra gomosa como lacre de sangre humana y el mármol con dibujos que producían escalofríos. Las ventanas de enormes edificios ya vacíos y los vidrios rotos tapados con latas y cartones no lograban impedir el paso de las nubes aladas que entraban y salían apareándose y buscando un lugar para desovar. Las alas rojas desclausuraban cualquier espacio. Una multitud errante vagaba hacia cualquier lugar donde hubiese alguien hablando. Eso parecía aquietarla momentáneamente. Por eso se habían colocado carteles que indicaban cómo llegar adonde los oradores y gurúes se revezaban para aplacar a la turba. Donde no se veía un orador, había un enorme parlante y un gran escenario, allí se concentraba muchísima gente que al oír la voz habría los brazos hacia el cielo y declamaba algo que yo no podía escuchar debido a la gigante vibración de alas que me impedía toda comprensión. Yo conocía el poder de las Lepidus y sabía del efecto enloquecedor del rojizo polvo que desprendían sus vellos y escamas purpúreos. Sabía el origen de la anomalía y conocía el antídoto, además, mi dieta era excelente. Sólo debía cuidarme la vista del polvillo alucinógeno. Traía un equipo apropiado para recoger muestras y cuidarme de la contaminación. Me abrí paso entre la gente, fui comprobando minuciosamente el estrago en el sistema nervioso y los daños cerebrales. Andando por plazas y parques vi pájaros muertos y un hedor que subía del río y se clavaba en mi cerebro. Botes abandonados, coches quemados, carteles destruidos, estatuas rotas; la devastación había dejado huellas inmensas, el aleteo no cesaba ni un instante. Me presenté a las autoridades y expuse las consecuencias de la plaga. Me miraban como si yo también hubiese sido atacado por el polvillo rubro. El foco principal desaparecería cuando cambiasen las condiciones meteorológicas, los daños materiales ya podrían estimarse pero los daños cerebrales y las secuelas en las generaciones siguientes eran aun inestimables. Decidieron mantener en secreto todo lo allí relatado. En lo que a mí respecta, al encarar la realidad de un estudio que me había llevado a correr tantos riesgos, decidí que era hora de poner mi piel a salvo. Pedí permiso para ir al hotel a buscar unos documentos para continuar la reunión, junté mis cosas en lo que va un suspiro y salí por una buhardilla vieja hacia los techos envuelto el rostro en un trapo mojado para que el humo no me ahogase. Mariposas violetas ahora por el atardecer chocaban contra mi cuerpo que huía. En la calle, abajo, hogueras y tanquetas. Habían declarado estado de emergencia. Yo resbalaba entre las pizarras ennegrecidas y mis manos sangraban copiosamente. Zumbido de alas y sirenas cortaban el aire frío. Resbalé y caí en un patiecito pequeño. Pasé la noche en una casa abandonada, debía aprovechar la confusión para escapar, faltaban sólo veinte días para finalizar la estación fría cuando entonces habrían muerto casi todas las mariposas y las personas volverían casi a la normalidad y percibirían que hubo problemas serios que las autoridades habían ocultado y no creerían que debí escapar para no sufrir las consecuencias de haberme dedicado la vida entera a estudiar mariposas, bellas criaturas de papel y de vida que ahora me habían acercado a la muerte. Llegué al puerto de noche mezclado con borrachos y prostitutas y me perdí en la bodega del Tae Ti Wang que zarpaba para Pekín.
Del libro de cuentos "La coreografía de los Mares", Editora de la UNR, 2004

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