martes, 6 de mayo de 2008

MARISA PRESTI


FINAL


Caía la tarde y Juan Irrazúel Puente continuaba afanosamente inclinado sobre el teclado de la computadora. Una hora antes lo habían llamado de la productora exigiéndole la entrega de dos capítulos adelantados. Estos tipos lo único que hacen es exigir, protestó para sus adentros, que vengan y se sienten acá. Como yo, a ver si les resulta tan fácil.
Tomó un sorbo de café bien fuerte y se vio obligado a prender la lámpara de escritorio. Aun con anteojos la vista había empezado a fallarle. Debe ser por este trabajo de mierda, murmuró. Los dedos empezaron de nuevo a moverse sobre el teclado. ¿Qué iba a hacer con Analía? La pobre piba de su novela no había tenido suerte; traicionada por su madrastra, tuvo que huir escondida en la camioneta de Don Lisandro hacia un pueblo de la provincia. Jerónimo, desesperado trató de buscarla por todos lados. Preguntó a amigos, vecinos, a casi toda la gente del barrio, pero nadie la había visto. Y ahora, hasta su propio padre, Germán Ibarola, lo obligaba a casarse con Eloísa Cassares. Era el último capítulo; tenía que darle un final a todo ese enjambre de enredos y equivocaciones. Pensó que lo mejor era que Analía fuera encontrada por Jerónimo gracias a un anónimo de un ex amante de la madrastra traidora. Sí, eso lo entusiasmó y las teclas comenzaron a moverse bajo la suave presión de sus dedos, pero cuando quiso escribir lo que bullía en su mente, vio con asombro que sobre la pantalla aparecían otras palabras. Las borró y comenzó a escribir nuevamente, pero aparecieron de nuevo, rebeldes, indómitas, dispuestas a desafiarlo. A Juan nunca le había sucedido nada semejante. Pensó que era producto de su cansancio. Y entonces se levantó, desperezándose, y caminó hacia la puerta del jardín. Un poco de aire fresco me va a hacer bien, se dijo a sí mismo, tratando de no preocuparse por la hora. Caminó unos pasos, aspiró el aire frío de la noche y se dejó envolver con la fragancia de las magnolias que desde la casa del vecino perfumaban el ambiente. Eran casi las diez de la noche, debía volver y terminar el capítulo que seguro le iban a reclamar a la mañana siguiente.
Abrió de nuevo la puerta y al entrar al living le pareció escuchar un murmullo de voces. Al acercarse al escritorio, el sonido se hizo más intenso. Gritos, eran gritos. Luego, un golpe seco. Alarmado se apresuró y casi corriendo se acercó a la pantalla de la computadora. No pudo creer lo que veía. Con tinta roja estaba escrito: Jerónimo nunca podrá encontrarme. He asesinado a mi madrastra con mis propias manos, mi destino será el olvido.


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