jueves, 29 de agosto de 2019

Claudio Steffani



              Crónica de un sábado al mediodía 
Claudio Steffani

Era un día sábado cerca del mediodía. Había tomado unos cuantos mates acompañado de bella música toda la mañana. Disfruto mucho estos espacios lejos de las combinaciones del subte y de ver a la gente corriendo para tomar el tren, es un momento que me conecto de una forma relajada interviniendo en mis proyectos cotidianos donde transcurre la vida misma, rumiando algunos problemas laborales y personales. Camino hacia la ventana, miro para afuera y me doy cuenta que se había marchado el gris perla del cielo que anticipaba la lluvia, el cálido y brillante sol invitaba a salir.

Salí con la intención de caminar por las manzanas que rodean el colegio Ward de Ramos Mejía con sus eucaliptos altísimos, pinos con varias notas de verde y muchas flores de varias formas y colores, pero pasé por la puerta del bar de Tito y decidí quedarme a tomar una cerveza, era el bar preferido del barrio. Me siento en la mesa de afuera y sale Tito, el dueño, y me dice ¿vamos a fumar una porrito?

Abrió la puerta del boliche bailable que tenía al lado del bar y nos dirigimos a una oficina que estaba en el fondo, entramos y entre las botellas de Whisky tenía una caja llena de porros armados.

Nos fumamos un buen caño y volvimos al bar. Nos sentamos afuera a disfrutar del viaje acompañados de una fresca y rubia cerveza. Estábamos por la cuarta vuelta y en eso llega Moncho, el botellero que venía todos los sábados con su caballo negro y carrito de madera a buscar botellas vacías de vino y champán, consumidas la noche anterior. Me levanto de la silla para acariciar el caballo, Tito le trae un balde con agua y le pregunta. ¿Podemos dar una vueltita en el carro?

Llama a la camarera y le dice que le prepare una hamburguesa completa al Moncho, con una cerveza como invitación de la casa. Vos que viviste en Pehuajó, sabes cómo manejar caballos, dice mi amigo.

Agarré las riendas del caballo con el carro lleno de botellas vacías. El faso era bueno y nos había pegado demasiado, doblé por la calle Soler, mientras Tito saludaba efusivamente a los vecinos que nos cruzábamos, como si nos hubieran prestado una Ferrari.

Me dirigí a Segunda Rivadavia y cruzo el paso a nivel y en la subida se caen un montón de botellas esparciendo los vidrios rotos sobre las vías. Bajamos directamente a Rivadavia y los autos no dejaban de tocarnos bocina. Doblamos por Necochea y casi llegando a Belgrano vi  a Vanesa, mi pareja de entonces, saliendo de cursar en la cultural inglesa con sus compañeras, me paro del carro con las riendas en la mano y le tiro un beso.

Cuando me vio aferró su cuaderno contra el pecho y se quedó dura como una estatua boquiabierta. Cruzamos el semáforo en rojo y casi nos atropella una camioneta, el caballo hizo un giro hacia la izquierda y mordió el cordón de la vereda, cayendo a la calle las últimas botellas vacías que quedaban el carro.

Giré a la derecha y traté de salir al trote del centro, ya que estábamos haciendo mucho ruido y temíamos que nos pare la policía.

Doblé por la barrera del Instituto de Haedo, sin preocuparnos por el ruido de botellas rotas porque no quedaba ninguna. Había que compensar a Moncho cuando lleguemos por la pérdida de toda la carga, doblé por Guemes, volviendo por Gaona y estacioné el carro en la puerta del bar.

El brillante amarillo sol, estaba bajando despacio por la avenida y una modorra intensa y cancina, se había instalado en mí por el resto del día.

 


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