jueves, 25 de mayo de 2017

Carlos Margiotta

                                                   Coma profundo 
Carlos Margiotta

La noche es cálida. Una ligera brisa se escurre por la ventana entreabierta moviendo las cortinas de hilo blanco. Anita me ha cubierto con una sábana recién planchada, me ha besado en la frente y ha dejado todo en orden antes de irse a su casa. Anita es la más fea de todas pero la que mejor me cuida. Escucho caminar a la gente por los pasillos y veo sobre el triángulo luminoso que deja la luna sobre la pared que está frente a mí, las sombras dibujadas de las visitas que atraviesan el patio que conduce a la calle. Las noches aquí son tranquilas y yo las aprovecho para repasar los sucesos del día cuando nadie me molesta. Últimamente me cansan mucho las conversaciones a media voz de los parientes y que me muevan continuamente de un lado para el otro. Hoy vino mi mujer y lo primero que hizo fue protestar por la limpieza. ¿Acaso no sabe que la gorda Miriam viene a las diez de la mañana y pasa el lampazo? Después se quedó como una hora leyendo el diario y hablado por el celular. Por suerte, apenas me dirigió la palabra. Me tenes cansada, dijo antes de irse, y dejó ese perfume barato que usa ahora, impregnado la habitación de odio y resentimiento. Yo sé que son muchos meses que estoy aquí, que eso de venir casi todos los días para ver si necesito algo es tedioso, pero podría tener un poco más de decoro, de buena educación. A veces me avergüenza imaginármela paseándose como una puta, moviendo el culo por todo el sanatorio. El otro día escuché chusmear a las enfermeras de la mañana diciendo que mi mujer se encamaba con mi médico de cabecera, el doctor Donato. En mi estado ya no me importa, es más, creo que me metió los cuernos desde el día en que nos casamos, con aquél alumno que estudiaba matemáticas en el bachillerato para adultos, en fin.
Después vinieron dos compañeros del trabajo, Osvaldo y Norberto, hacía mucho que no los veía. No sé si vinieron por las suyas o los mandó el trompa para ver cuando me daban el alta. Osvaldo está más achacado y cuenta los mismos chistes de siempre. Norberto se está quedando pelado por tantos nervios y me contó las últimas novedades del laburo. Parece que Cristina se casa después de once años de noviazgo, ¿quién la aguanta?. Pero habitualmente estoy solo, hay días en que no veo a nadie y es cuando mejor la paso. ¡Anda a jugar a la calle, hacete amigo de los pibes del barrio!, decía mi vieja. Pero yo siempre fui un solitario empedernido, me gustaba jugar solo en la terraza de vieja casa, quizás es por eso que puedo soportar mi padecer. A la tardecita vino el señor -del que nunca me acuerdo el nombre- de los aparatos, y estuvo un rato revisando el monitor que esta conectado por un cable a mi cabeza y el otro que esta enchufado por una cinta adhesiva a mi pecho. Yo no los puedo ver porque están a los costados de la cabecera de la cama, pero seguro que me voy a dar cuenta cuando dejen de funcionar. Está en estado de coma profundo, dijo el jefe de guardia después del accidente. Ellos creen que uno no se entera de nada, pero se equivocan. Por ahora está inconsciente lo único que queda es esperar lo peor, le informaron a mi hijo mayor después de otra consulta con el neurólogo. Yo, aunque no lo parezca, escucho y veo todo. No me pida eso, no corresponde a nuestra ética profesional, le dijo el responsable de terapia intensiva a mi mujer mientras le tomaba las manos. Como estoy rígido y con los ojos cerrados piensan que estoy en otro mundo, más cerca del cielo que de la tierra. Tenga fe y paciencia señora, puede vivir unos días o en el mejor de los casos recuperarse en unos meses. Todos me tratan como una cosa, soy un objeto inútil que se interpone en el camino como un obstáculo. Lo único que quieren realmente, los muy hipócritas, es que me muera de una vez por todas para volver a vivir en paz.  Yo lo recuerdo todo perfectamente y podría contarlo si tuviera alguna manera de hacerme entender. Después del tortazo que me pegué en la autopista, juro que lo escuche y lo vi todo. Te puedo contar cuando llegó la policía y me sacaron entre los escombros del auto. Te puedo decir qué conversaban el chofer de la ambulancia con la mina que me sostenía la máscara de oxigeno en la boca, y hasta te puedo detallar lo que pasó cuando llegué al hospital. Menos mal que se enteró el monseñor y me trasladaron rápidamente al sanatorio de la congregación donde me atienden diez puntos. Las monjitas me tratan con mucha compasión y rezan por mí todos los días... también, con los favores que les hice. 
A veces pienso que estoy jugando a las escondidas y los recuerdos se agolpan en mi cerebro mutilado como para despedirme. ¡Punto y coma el que no se escondió, se embroma! Y yo estoy escondido. Me gustaba ver cómo jugaban los chicos en la vereda. Yo me sentaba en el escalón de la puerta de entrada y disfrutaba mirándolos correr y esconderse apretándose contra los árboles, en los zaguanes o entre los yuyos del baldío. Los pibes ponían cara de miedo y las chicas se hacían las asustadas. Una vez me invitaron a participar y me animé. Me hicieron contar hasta cien y fui descubriendo a uno por uno, yo conocía bien los escondites. Esa tarde de septiembre me excite por primera vez... No seas tontito, apretame fuerte, me pidió Norita detrás del auto estacionado. Y ahora, al recordarlo, me excito como entonces, en estado vegetativo y todo... si supieran.  
Amanece, los murmullos del pasillo vuelven cada mañana como la corriente de un río. El tren de las 5,30 hs. que va para San Miguel deja su estela de sonidos, cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... al atravesar las manzanas del barrio. Entra Mirta y levanta las persianas, mira los monitores y anota los datos en una planilla, controla el suero que se clava con una aguja en mi brazo izquierdo. Después entra el médico de turno con unas ampollas azules en la mano que deja en la bandejita de metal junto a la jeringa. Mira mis ojos con una pequeña linterna subiéndome los párpados. De ahora en adelante dale esto. Bueno doctor. Son ordenes superiores. Bueno doctor. La enfermera coloca la medicación en nuevo envase de suero y lo cuelga en su lugar. Lo sospechaba, reconozco que diez meses es mucho tiempo, que deben necesitar la habitación para otro pobre desgraciado, o tal vez la obra social dejó de pagar la prestación y me tienen que rajar. Entra la monjita de los ojos grandes y se sienta a mi lado, dice una oración en un murmullo que no entiendo, creo escuchar... bendice a los que van a partir. Me empieza a doler la cabeza otra vez como en los primeros días. Podrían haber esperado un poco más los hijos de puta, hasta mi cumpleaños por lo menos. Lloro, estoy llorando desconsoladamente pero nadie se da cuenta. La veo a mamá pasearse entre las tinieblas con el vestido a lunares. ¡Mamá!... ¡Mamá!... grito. Ella se da vuelta, sonríe y me tiende la mano. ¡Vení, vení!, dice.

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