Almas con olor a
cebolla
Cecilia Courtoisie Nin
Esta
mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas
negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta
el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos
chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en
juliana.
Buen
día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más
caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás
de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo
la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos
quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual,
pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los
anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas
imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del
aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de
la lucha imperecedera.
La
victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La
angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda
intolerancia.
Los
huesos sufren, pero se callan.
¡Deja
las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un
kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a
tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino
bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha
acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos
siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se
lucha distinto, la dignidad es posible.
El
día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas
eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación.
Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad
legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas
enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida
nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía
disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de
quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La
Patria Grande.
Falta
la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida
legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho
ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A
ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para
que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la
partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra
vez el silencio.
Las
manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega
a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más
pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro,
donde todo está en calma.
La
familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que
están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van
llegando.
La
esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y
mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá
están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que
explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales.
Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales
compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los
trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.
Puertas
adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del
país que una vez fue nuevo.
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