domingo, 21 de agosto de 2016

Martín Buceta

La pobreza 
Martín Buceta

De lejos, se escucha esa melodía inconfundible. Los guachos corren detrás de la pelota, paradójica esfera. Miguelito la tiene entre los pies, bien de cerca lo persiguen “el” Alexis y “el” Adrián, un par de golpes en las canillas y otros más en los tobillos derrumban los cimientos de Miguelito, quien cae al piso y traga un poco de polvo de potrero.
Se levanta iracundo, decidido, enojado, resignado, rebajado, maltratado, desvalorizado, y por sobre todo pobre. Con puño cerrado y firme golpea la cara del Adrián, quien acto seguido reacciona y descarga su rabia sobre la cara del antes golpeador. Paliza inolvidable se lleva Miguelito, cabizbajo camina hacia el rancho, hace dos cuadras, se mete en el tercer pasillo, la puerta de la casilla 14 lo vigila, sale a la otra calle, mira hacia la izquierda, lo mira la pobreza, sigue caminando, se mete en el callejón, mira al cielo, lo mira la pobreza, se detiene para descansar y para limpiarse la sangre que mana de su nariz. Retoma la marcha, pasa por la casa de su tío (si así se la puede llamar) mira hacia adentro, la pobreza lo vigila desde ahí, sigue su camino, parpadea, entrevé a la pobreza, cierra los ojos, sigue ahí, abre los ojos, le pesa su mirada en la nuca. Exhausto llega a la puerta del rancho, abre, la pobreza está en su cama esperándolo junto con sus hermanos ya que los tres comparten el colchón que está en el piso, su madre como de costumbre no está en su casa. Duerme casi toda la noche, sueña con la pobreza, se levanta y pisa descalzo la tierra que es el piso de su casa, por cierto pisa la pobreza. Camina hasta la otra cuadra donde está el comedor, donde siempre hay algo para llenar la panza, y donde nunca se come solo. Miguelito inconcientemente se da cuenta que conoce a la pobreza, quien por primera vez la tarde del día de ayer le presentó a su prima hermana la violencia. Con la cara adolorida y golpeada retorna por la calle (¿o debería decir camino? ya que está hecho de tierra). Vuelve a su “casa” (jamás me atrevería a escribir “hogar”). Su madre, que viene de “trabajar”, lo recibe con una enérgica bofetada, y le pide explicaciones de esos golpes en la cara. Miguel no miente. Ella le dice que cuántas veces le iba a tener que recordar que jugando a la pelota no iba a ganar nada, que tiene que salir a “hacer la calle”. Miguelito calla. No se pregunta porqué está ahí, o de dónde viene, o porqué la vida es así, sólo vive lo que le toca. Sabe que no va a poder volver al potrero por un par de días, al menos si no quiere recibir otra paliza. Miguel decide salir a “ganarse la vida”. Nueve milímetros de hierro le enfrían el vientre pero le aseguran más que una sopa fría para esta noche. Camina por los pasillos embarrados por la lluvia de la madrugada. Bien de cerca le sigue sus pasos “Ella”. Llega a la estación de trenes de Boulogne, viaja (sin boleto) hasta Pablo Nogués. El tren es frío a las 8 de la mañana en invierno, pero Miguel no tiene campera para protegerse. Camina y camina sin dirección, de repente, ¡ahí está!, ve la oportunidad, una anciana está entrando a su casa, corre detrás de ella, cuando ambos están por atravesar la puerta de entrada, Miguelito le da un culatazo y la desmaya, la mete adentro y la acuesta en la cama. Cree, o quiere creer que nadie lo vio. Apurado revuelve todos los cajones de la casa, los armarios, los escritorios, se mete en los bolsillos un par de dólares que encontró en una cajita musical de la cómoda que está al lado de la cama. La anciana logra despertarse, Miguel la abofetea con tanta fuerza como lo hizo su madre esa misma mañana con él. La mujer llora, él repite la cachetada, ella ahora solloza.
Inexplicablemente escucha golpes en la puerta de entrada, y una voz gruesa grita “policía, abra la puerta”. El miedo lo estremece hasta hacerle temblar los huesos, ¡y cómo tiemblan!.En un abrir y cerrar de ojos


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