domingo, 22 de enero de 2017

Carlos Margiotta

            
LA PASIÓN DE ESCRIBIR 
Carlos Margiotta

A menudo los interesados en participar del Taller de escritura me preguntan si se puede aprender a escribir. Yo les contesto que los que deciden venir al taller que ya son escritores, algunos adormecidos, otros sin conocer su verdadero talento, también están los que quien probar si pueden hacerlo, muchos para tener la posibilidad de ser leídos a través de las páginas de esta revista o de incluirse en alguna edición de antología de cuentos.
Se me ocurre enumerar una serie de pensamientos orientados al joven escritor, entendiendo por joven al que se inicia en la apasionante tarea de escribir. Recuerdo que Saramago empezó a escribir a los 60 años.
Se aprende a escribir, escribiendo, no hay otra forma de aprender que en base al error. El error es el gran maestro. Hay que sentarse a escribir y dedicarle un buen tiempo. Hay que renunciar a la velocidad y apropiarse de la lentitud.
La musa inspiradora está en el sótano de cada uno, ahí donde nos cuesta descender por temor a encontrarnos con nuestros fantasmas. Y deberemos hacernos amigos de ellos, debemos aprender a quererlos y trasformarlos en seres maravillosos.
No se escribe con una técnica ni con un estilo determinado, se escribe a partir de una pérdida.  Al taller han venido personas que han sufrido una separación, o perdido un tra-bajo, o están de duelo por la muerte de un ser querido, o simplemente queriendo imaginar un mañana mejor. Recuerdo siempre a una integrante que le decía a sus compañeros cada vez que llegaba: “Vengo a hacer terapia”.
Escribir como todo proceso creador: sana, nos conecta con la vida. Escribir promueve la salud y nos aparta de la enfermedad, aquí Eros vence a Tanatos. Escribir modifica nuestra mirada de la realidad y nos permite enfrentarla con otros recursos.
Escribir es contar historias y en cada historia hay algo perdido para siempre que se quiere recuperar  De eso perdido nos interesa lo singular, y de lo singular el cómo se cuenta. Nos interesa la forma no el contenido.
Y las historias se cuentan con palabras, esas azarosas palabras que por un lado nos muestran y ocultan, nos dicen y callan, son propias y ajenas, mienten y dicen la verdad, nos seducen y nos rechazan, y tienen infinitos significados.
Escribimos para traer las palabras que corresponden, no otras, las palabras que rompen con lo estereotipado del lenguaje, contra lo establecido para encontrar otros sentidos. 
Escribimos para no desaparecer en lo cotidiano, para conocer y conocernos, para saber qué pensamos de la realidad, para detener el tiempo, para no olvidar y recuperar la memoria. Escribimos por el placer de hacerlo, porque el otro existe, para que nos lean, para amar y ser amados.
Escribimos para soportar la realidad, para desear un mundo mejor, para vincularnos con otros en paz, para creer, para soñar.
En el Taller trabajamos en grupo, interactuamos con otros que comparten la misma pasión, y el grupo estimula, coopera, acompaña en el proceso creativo. En el grupo bailan nuestros personajes y los otros.
En el taller aprendemos que para escribir bien debemos transcurrir un proceso, que todo texto es autobiográfico aunque no aparezca ningún recuerdo, que no hay otra manera de  escribir que desde lo subjetivo.
Por eso el Taller es un lugar mágico donde el tiempo se detiene para tenerse, donde las historia fluyen como un río, y en ese torrente eterno de palabras se construye, sobre las aguas, en las profundidades, con la mente, el cuerpo y el alma.
En el Taller no necesitamos disimular, decimos las cosas de la manera más directa posible, sin rodeos, leemos lo escrito delante de todos y escuchamos los que los compañeros escriben.
El coordinador orienta, señala otros caminos, muestra lo oculto, plantea otras posibilidades, enseña y aprende, se conmueve junto a los integrantes y utiliza recursos para favorecer la eterna pasión por escribir. 



Juana Rosa Schuster


POEMAS 
Juana Rosa Schuster

MAÑANA 
Despiértame mañana, cuando el hombre deje de ser el lobo del hombre.
Despiértame mañana, cuando la jauría humana, comprenda el
significado del vocablo ”misericordia”.
Despiértame mañana, cuando la palabra “guerra” sea borrada de la boca de todos los seres humanos.
Despiértame mañana, enciende candelas para una plegaria, el viento arrastra negras predicciones.
Despiértame mañana, quiero que las luces de la paz encandilen
los ojos de todos nosotros.
Despiértame mañana, cuando las personas no vivan felices con su culpa.
Despiértame mañana, quiero que tus caricias calmen los
moretones del alma.
Despiértame mañana  y dime que no existieron ni el  Apartheid
ni el Holocausto.
Despiértame mañana, cuando gaviotas azules, traigan en sus picos el canto de la esperanza.
Despiértame mañana y dime que la placidez del agua que en mi piel
revolotea, cubre las almas del mundo, porque ya reina la paz.
Y, si no es así, no me despiertes, prefiero morir durante el sueño…
para no sentirme defraudado.
(Este poema contiene una cita de Hobbes)

SED DE PAZ 
Aquel soldado que llora en la trinchera,
aquel muchacho agonizante que me muestra la foto de los padres,
aquel viejecito que lleva grabado un número en su brazo,
no entienden.
No comprenden por qué.
No interpretan la sordera de los hombres,
la necedad, el egoísmo, la maldad.
Si hasta en el cerro más solitario y escarpado,
resplandece  la obra de la creación.
Si la paz forma parte de lo que nuestro Señor desea.
Si los inmigrantes que huyen, son nuestros hermanos.
A veces, yo tampoco entiendo.
¿Será que no conocen el equilibrio maravilloso de la naturaleza?
Desaparece una crisálida y surge una mariposa.
Silba el viento en callejones de montaña,
y ellos manejan las ametralladoras.
 Pobres seres que no valoran la paz.
En tentáculos mortales,
transformaron sus dedos.
Tienen ese murmullo
Que jamás se cansa:
la monotonía


del odio incesante.

Mary Vicy

Simplemente madre,  simplemente hij@s 
Mary Vicy

Puedo ser poeta los jueves pero los viernes es otra cosa. Ya ven, cuando se agita el cielo de mi espíritu, las nubes intentan llorar porque por más que busque la calma, el extrañarte me supera. Desde que nacieron cada caricia resultó ser un poema y las de ustedes tienen la fuerza de un rosario.
Y así son los hijos! te dejan la vida enredada de recuerdos y parten una y otra vez. Ellos saben conjugar los “no” y los “sí” alineándolos en perfecto desorden. Ni siquiera me detengo a pensar que las inesperadas ausencias persiguiendo futuros encantos o no, sean pasajeras. Ya no soy un papel protagónico en sus historias, pasé a formar parte de ella.
Sé que la vida tiene el sabor de lo que amamos pero no me conformo. No puedo creer que entre ayer y hoy hayan pasado tantos años. De pronto se convirtieron en prófugos de mis abrazos y tiranos de mis suspiros y a pesar de ello espero la reconciliación. El amar no es fácil cuando el amor fue el principio de nuestra existencia con los defectos y virtudes que el mismo conlleva y entre las paradojas encontradas a veces descansábamos y otras, nos perdíamos de vista.
Siempre creí que vivíamos entre las flores y el día en que descubrí la gota de sangre supe de las espinas. Aún así… no evito acariciarlos, es más fuerte de lo que uno imagina.
Cuando las circunstancias nos distanció, pensé que me repartían! Por que por más que las diferencias se acentúen jamás serán menos cuando siempre fueron más.
Y así de generosa es la vida! Si mi alma se afloja me sostienen entre sus brazos.
No creo que el amor tenga fecha de vencimiento, no insistan. Hay momentos en que descanso pensar apenas con los puntos de mis oraciones.
De pronto tiranizo en que la naturaleza sea natural en escuchar amores sin sonrojarse y esto apenas lo menciono en mi lista de prioridades en el primero y en el último lugar.
Si algo aprendí, es que las respuestas son importantes cuando las preguntas son correctas. ¡Si supieras cuanto alivia decir “te quiero” aunque me priven de ellas!
Y aquí estoy en la etapa de mi vida en donde creer que todo depende de las buenas voluntades propias y no tan propias y saber que una de las opciones es la resignación.


Por eso, en este nuevo devenir paso a ser el eco de las nostalgias,  la asistencia de los entretiempos y el espacio que me niego a clausurar porque simplemente querid@s hij@s... los amo. Besitos. Mamá

Raúl Prieto

                            
Muerte natural 
Raúl Prieto

Era en los albores del tercer milenio cristiano, tiempo en que los homicidios, por un raro capricho contra natura, habíanse distinguido entre primates, humanos y una, por el momento imprecisa, escala intermedia.
Uno de esos especimenes de taxonomía incierta yacía sobre la Mesa de Morgagni, medido y pesado. 
-Hembra, cuarenta y seis kilos y trescientos treinta y ocho gramos, ciento cincuenta y tres centímetros- anotó el obductor, sexo, peso y talla.                                                                   Indiferente ante el hedor, mezcla de  formol y putrefacción que impregnaba el ambiente, el forense  se acercó a la mesa. Calzaba  botas de goma y protegía su traje beige raído con un delantal negro de hule, estilo carnicero. Luego de varios esfuerzos para obtener perspectiva del cuerpo a través de unas antiparras rayadas por el uso, se inclinó sobre el cadáver desnudo.
La extensa y estratégica iluminación sobre la mesa de acero hacía que, a pesar del volumen corporal del experto, éste no proyectara su sombra sobre el cuerpo yacente. Con pericia rutinaria se calzó los guantes; casi de inmediato, el látex humedecido por la transpiración traslució unas manos velludas, cuadradas, toscas, habituadas a manipular objetos sin vida.                                                                                  
Con destreza y sin esfuerzo comenzó a rotar el cuerpo de izquierda a derecha, a examinar cada segmento de la piel moteada de mugre y livideces; con dificultad por el rigor mortis extendía los miembros en busca de magulladuras, heridas, contusiones, pinchazos ilícitos; luego pasaba a explorar sin respeto los orificios, con los mismos dos dedos y en este orden: ano, vagina y boca.                                                                                                         -No hay objetos extraños- dedujo tras retirar y oler sus dedos vejadores -uno nunca sabe que pueden esconder- dijo en repuesta a mi gesto de desagrado tras la maniobra.
-Entre catorce y… veintiún años. ¿Coincidimos? - preguntó.
El obductor no objetó el dato, que situaba la edad de la occisa en una enorme franja cronológica que la emplazaba en el centro de la Campana de Gauss de la población femenina de Cuello de Águila –luego, como arrepentido de la vaguedad de la afirmación, dijo:-En la morgue judicial de la Capital podremos dar más precisión a la edad de la difunta. -el ayudante anotó el dato.
-No hay signos de violencia. -dedujo tras un rato de adusta y a la vez, profesional observación, tras lo cual me dirigió una mirada de bulldog indiferente.                                    No por aparentemente cierta, la afirmación pareció menos chocante.                                      -¿No hay signos de violencia? -repetí el dictamen en forma de pregunta.  
-No, no los veo.-afirmó molesto pero con mayor convicción tras una re exploración fugaz obligada por mi presencia.                                                                                     
-¿Qué entenderá por violencia?. Me pregunté y procedí a examinar el cuerpo. 
Tras mi primera inspección, debí reconocer que la vaga afirmación del forense respecto a la edad de la muerta, se trataba de una lamentable verdad. Era, a simple vista, imposible determinar si se trataba de una niña, adolescente o mujer.                      
Con una curiosa mezcla de repugnancia y ternura que azotó mis sentidos saturados de fetidez, comencé a reconocer  el cuerpo.                                                
El cadáver, aún tras la rigidez, se mostraba como un estampado de postergaciones y sufrimientos, de violencias seculares, sucesivas y continuas: improntas de una desigual -y a las claras perdida- lucha por la supervivencia. Mi examen, sin la pericia del tanatólogo, no procuraba detectar los indicios de la causa inmediata del deceso, sino del lento, irremediable, histórico y anunciado final, que comenzó en el momento mismo en que ese cuerpo anónimo vio la luz por primera vez.                                                   
El rostro aún virginal, era aindiado, moreno y cetrino a la vez, de pómulos salientes, nariz chata y ancha, castigado por la intemperie, expuesto al viento salitroso y al sol, surcado por las huellas que ambos dejaron de grietas y manchas en variados tonos de pardo.
El pelo, seco, duro y quebradizo, seguramente sometido al mismo castigo de sol y sal, que, junto a una glándula tiroides deficiente que sobresalía inútil en el cuello oscuro, fatigada de trabajar lejos del yodo y del mar, permitía ser desprendido sin esfuerzo de un cuero cabelludo repleto de pústulas y  claros. La piel, ya marmórea, dejaba ver cicatrices -algunas profundas, otras no tanto- que alternaban con innumerables huellas de picaduras y laceraciones de todo tipo.                                                                            
El rictus me obligó a emplear una abreboca para vencer la rigidez mortuoria de la cavidad oral, pude comprobar inflamación crónica de encías por carencia habitual de hierro y del abecedario vitamínico en pleno; con un separador ancho hice a un lado la lengua, grotescamente grande y repleta de fisuras y úlceras carenciales. El escenario no era más agradable. Tras soportar la agria hediondez, comprobé la casi total ausencia de piezas dentarias, y las escasas, tercamente sujetadas a los maxilares grises, manchadas por el arsénico del agua no potable de la región.                                                                              Ajeno ya a la posibilidad de infringir una herida, quité con afectada precaución el instrumental de la boca, quizás como manifestación de protesta frente a la estética del trato hacia la “cosa” llamada cadáver por parte del forense.
Tras un alto casi forzoso para atenuar la repugnancia que me producía la impregnación de putrefacción, miseria y muerte, retomé el examen en el abdomen adolescente: era llamativamente flácido y, a pesar de la distensión mortuoria, excesivamente excavado. La prominencia de los huesos de la pelvis, junto a la delgadez de muslos y pantorrillas, delataban desnutrición; las múltiples estrías pigmentadas y senos pequeños señalaban uno o varios embarazos pasados sin lactancia. Continué con el ritual del recorrido céfalo-caudal, pasé la mano por las plantas de los pies: su grosor y aspereza mostraban que probablemente no conocían el calzado.  
No sin dificultad pude abrir sus manos: las uñas habían dejado su impronta en las carnes mugrientas de las palmas, las explicaciones podían ser dos: el rigor había llevado a esos dedos a una flexión forzosa y el tiempo hizo lo demás, o bien, se trataba de un postrer acto de fuerza y rebeldía contra el cercano e ineludible final. En honor a la vida me aferré a esta última posibilidad. -Hija del monte- pensé, cópula espontánea entre otros dos hijos del monte, retoño abandonado de a poco después de la teta, a sabiendas de que el hábitat proveerá todo lo necesario para subsistir, al menos hasta que ella alcance la edad suficiente para que, a través de otra cópula no planeada, pueda preservar la especie.
El perito forense no había faltado a la verdad: no habían signos de violencia. ¡Qué dictamen!                                                                                                                                  Naturaleza, historia y sociedad habían dejado marcas de saña indeleble en ese cadáver, encarnizamiento que la perseguía aún después de muerta, ya que de las escasas once mil trescientas diez almas que pueblan Cuello de Águila, después de casi veinticuatro horas de hallado su cuerpo semidesnudo a la vera de la ruta que une Laguna Salada con la Capital, ninguna la extrañaba ni preguntaba por ella. No sólo muerta sino también ignorada.
-Fue muerte natural- afirmó el forense tras aceptar el mate que le ofrecía el oficial.              
-¿Muerte natural?- repetí  el dictamen con irritante tono inquisidor.                                    
-¡Si, hombre! Paro cardio-respiratorio no traumático- insistió el legista.                    
-Tiene razón, doctor, no hay violencia, no hay trauma, y es completamente natural que una mujer sea hallada muerta a la orilla del camino.                                                                        -No, no es natural, digo simplemente que…-intentó en vano aclarar el concepto, el médico enviado por la policía de la provincia.             
-Sí, comprendo su idea, simplemente murió -lo interrumpí.
-Bueno, veo que nos entendemos -dijo aliviado---Vayamos a comer algo que ya es hora. -propuso el colega, feliz de haber sido interpretada su intención y de creer que había concluido el trabajo.              
-¿No le van a practicar la autopsia? -pregunté.
-Por supuesto, es una “NN”; aunque no sean evidentes signos externos de agresión, el informe debe ser  rotulado como ”muerte dudosa”.
 Pero hacemos la “necro” después de comer -insistió el forense mientras le guiñaba un ojo al médico obductor.

-Lleva mucho de muerta- se lamentó el ayudante. Inmediatamente observé con indisimulada repulsión los ojos de aquel hombrecillo cuya decepción provenía de la imposibilidad de lucrar con las corneas de la difunta, negocio habitual con los hijos del monte, generalmente no reclamados, ya que el resto de los órganos, por su grado de deterioro, no cotizaban, eran desechables.
 Cubrimos el cuerpo tan repleto como carente de signos de violencia con una sábana blanca de tela interrumpida por agujeros que nadie se había ocupado en remendar. El oficial inspector dio unas órdenes al adormilado milico parado en la puerta y los cuatro abandonamos la morgue en busca de algún bodegón abierto en el tórrido mediodía de Cuello de Águila.
 En los escasos cincuenta metros que median entre la morgue anexada a la comisaría y la ampulosamente llamada “Confitería Palace”, que no pasaba de ser un figón de mala muerte con atención prostibularia en los fondos, fuimos interceptados por una miríada de pequeños, la mayoría hijos del monte, que desafiaban con sus pies descalzos la temperatura del asfalto impregnado de salitre y mejorado para la campaña electoral. Una multitud de manos morenas se extendían caprichosamente y sin esperanza en procura de alguna limosna. Hurgué en mis bolsillos y extraje varias monedas que procedí a repartir entre los mendicantes. Mis tres acompañantes, incómodos por mi “magno  gesto” hicieron lo propio. La muchedumbre de párvulos se retiró feliz en medio de una algarabía en las que se mezclaban corridas y gritos.   Reflexionó el forense -Seguramente corren a buscar droga. -afirmó.                                  
 -¿Droga? es verdad, esos chicos representan el “Cartel de Cuello de Águila” -respondí
 -¿Realmente cree que cambiarían un sándwich o un pan compartido por droga?                  -Sí hombre, estos cholitos se “dan” desde chicos -respondió el forense con seguridad insultante.        
No respondí, simplemente reflexioné sobre cuántos prejuicios similares aguijonearon “sin violencia” desde su infancia y durante su existencia a la joven yacente en la sala de autopsias, fallecida por “causas naturales”.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

Marta Becker

La isla 
Marta Becker

El barco encalló sobre las rocas con tal estruendo que huyeron todos los peces. Cuando bajó la marea sólo quedaron a la vista un montón de maderas y un pedazo de vela rota.
Fui el único sobreviviente. Por milagro conseguí llegar hasta la playa de la isla que apareció de golpe ante mi vista, una tierra que no alcanzamos a ver desde cubierta antes de que se produjera el accidente. O tal vez no existiera antes.
Amanezco tendido sobre una arena blanca, suave, que tamizo entre mis dedos con asombro. Siento sobre la piel el escozor que produce un sol ígneo, demasiado caliente e impiadoso.
Recuperando de a poco mis fuerzas me levanto y decido explorar el lugar. La playita tiene más o menos un kilómetro de largo y está bordeada por una cadena de palmeras y detrás de ellas se cierra una densa vegetación.
Me adentro en la espesura y me abro camino como puedo con las manos, que sufren de a poco inevitables lastimaduras. Siento hambre. Alcanzo algunas frutas que desconozco pero igual las como. Tienen un sabor amargo y un zumo dulzón y pegajoso, pero calman mi sed y mi apetito.
En el aire bailan los ruidos de la selva. Cantos de pájaros, aullidos de animales que no puedo identificar, una vertiente de agua a lo lejos, gritos indefinidos, todo mezclado.
Siento miedo.
Las piernas me tiemblan a medida que avanzo entre árboles cada vez más altos que impiden la entrada de luz natural.
De repente aparece ante mis ojos una planicie muy iluminada por miles de focos que concentran su haz lumínico sobre unos cien fosos cavados en la tierra fresca. Antes de que se borre mi sorpresa emergen de cada uno de ellos esqueletos humanos que se unen en ronda y comienzan a bailar. Resulta un espectáculo fantasmagórico y al mismo tiempo bello, armónico y escalofriante.
Esto es un delirio, me digo y me tapo los ojos con las manos sangrantes. Cuando vuelvo a mirar, todos los huesos giran a mi alrededor. Soy un prisionero. Giro y giro entre carcajadas y siento que me rozan y las caricias son ásperas, heladas.
Me impulso y con grandes saltos salgo del círculo. Caigo sobre un jardín lleno de flores multicolores al tiempo que se levantan asustadas miles de mariposas.
Dónde estoy, me pregunto mientras sigo camino hasta enfrentarme con un rio de aguas cristalinas en donde saltan peces de diferentes tamaños. Sobre el acantilado que bordea el río están sentadas varias sirenas de cola plateada, que centellean en cada movimiento por efecto de la luz del sol. Como en los cuentos, su canto me atrapa, me siento hipnotizado y floto a la deriva en el aire. Soy un ángel sumergido entre los pechos de estas poderosas bellezas mitad mujer mitad pez, que me seducen con su melodía.
Paso el curso de agua y compruebo que la isla es pequeña cuando me encuentro frente a otra playita bordeada por cientos de pelícanos, que huyen con movimientos graciosos cuando sacudo los brazos.
Todo es armonía, belleza, color, creo que el paraíso es esta isla perdida en la nada del tiempo.
¡¡¡Arriba, arriba!!!
Un brazo me sacude –se hace tarde- insiste. Debo levantarme, pero me es imposible. El canto de las sirenas me llama, los huesos de los esqueletos bailarines me abrazan y me sujetan a la cama mientras los pájaros tejen un nido gigante para que duerma.


Decido quedarme en la isla.

María A. Escobar


Las amigas 
María A. Escobar

Y claro, cómo no iba a aumentar el precio del remís, si todo aumentaba.  Ella iba sentada al lado del conductor, porque él se lo había sugerido y su pierna, del tamaño de una pierna de cerdo, tocaba la palanca de cambio. Corrase, le decía el viejo. Adónde, le replicaba Elvira, tendría que haber viajado en el asiento de atrás. La puerta de atrás no abre. Siempre igual, unos autos desastrosos y te cobran como si viajaras en no sé qué. El paquete con las facturas sobre la falda posiblemente le dejaría alguna mancha de grasa.
Contra la puerta se aplastaba la  la cartera de lona en donde llevaba la billetera y las fotos de Cachito para enseñárselas a Rosita. Cachito estaba tan lindo, con unos cachetes bien sonrosados, gordito, bien alimentado se veía. Se parecía a Juan.  Era su vivo retrato, aunque la nuera decía que se parecía a su padre, por llevarle la contra a ella.  Pero no, su nieto era igual a Juan, su hijo y la opinión de ella la tenía sin cuidado. A los ochenta años había llegado el primer nieto, justo cuando ella casi no tenía fuerzas para nada, salvo ir a verlo cada tanto y llevarle montañas de golosinas, para escándalo de la nuera.
Ya estaban llegando y, cuando divisó la puerta pintada de verde, le dijo al viejo, déjeme ahí. 
Discutieron porque él quería cobrarle más por el viaje, porque ella sostenía que ése era el precio del viaje mínimo y el viejo que no, que eran dos cuadras más. Bah, dos cuadras más, dijo ella pero le tiró los veintidós pesos sobre la pierna. El viejo tuvo que empujarla para que pudiera bajar. Aferró las facturas que se le abollaron un poco, Rosita comprendería.  Ella también era obesa y el mundo estaba hecho para los delgados. Si alguna vez viajara en avión (cosa que ya no sucedería) hubiera tenido que pagar dos pasajes. Era justo? Pensaba que no porque ella era una sola persona.
Frente a la puerta verde golpeó las manos como pudo, pero Elvira la esperaba y entonces sintió sus pasos lentos, pesados, acercarse a la puerta. Se besaron en ambas mejillas, felices de verse, como lo hacían una vez por mes, cuando Rosita cobraba la jubilación. Desde el fondo llegó una voz moribunda –quién es?  -Rosita, dormite-  Y luego le susurró a ésta -me tiene harta…no sabés cómo-
Se instalaron en el patio en donde agonizaba un limonero.
Elvira había dispuesto dos sillones de caña en los que esforzadamente entraron sus voluminosos traseros y, en el centro, una pequeña mesita de factura casera en donde dispusieron el termo, la yerba, el azúcar y en un banquito aparte las facturas y una torta casera que había hecho Elvira.
Ambas comenzaron a hablar de sus dolencias que, en realidad, provenían casi todas de su gordura  Las visitas al médico porque el colesterol y el azúcar que no bajaban. Pero qué placer les quedaba a ellas sinó darse algún que otro gusto ya que no iban a ningún lado?  Apenas si caminaban. De cualquier modo, estaban vivas cuando ya muchas amigas, flacas ellas, habían partido.


¿Valía la pena sacrificarse renunciando a los manjares por los que morían? De tanto en tanto llegaba la voz cascada que, desde la cama, profería el viejo y Elvira lo mandaba a callar. Con la boca llena, el mate, más azúcar que yerba, cambiando de mano, Elvira le explicó a su amiga -está muriendo,el cigarrillo, no lo podía dejar. Los médicos se cansaron. Yo me cansé.  Alcanzame ese cañoncito de dulce de leche, son mi debilidad, ¿viste? El cigarrillo mata Rosita. Si, dijo ésta con un churro en la mano, el cigarrillo verdaderamente mata.

Ileana Falconna

 19:45 
Ileana Falconna

Camino ansiosa hacia las escaleras del subte, a medida que asciendo aparece el cielo nublado de Retiro. Miro el reloj, son las 19:40 hs. Debo apurarme, el cliente me citó exactamente a las 19:45 en la Torre de los Ingleses. No puedo desperdiciar esta oportunidad, tal vez sea dueño de una importante librería y logre captar su atención en mis libros.
Con el paso apresurado llego a la Torre Monumental. Apoyado en la puerta del frente principal un señor alto con un elegante traje y boina me espera. Al acercarme noto que unos finos hilos castaños cubren sus ojos celestes.
Luego de presentarse, me invita a tomar un café. Recorremos av. Libertador con sus altas torres iluminadas en la noche. Encontramos un antiguo bar, su aspecto acogedor nos invita a entrar. Mi cliente es muy formal en sus gestos y palabras. Cuando le muestro mis libros los mira detalladamente, sin apuro. Se detiene en una poesía que  dediqué a mi escuela primaria y esboza una sonrisa. Esa sonrisa produjo en mi un deja vú. ¿A quién me recuerda esa sonrisa? Me quedo pensando y mirando su rostro. El caballero con un tosido interrumpe mi ensimismamiento. Se interesa en algunos libros y me pide una semana para poder leerlos y volver a comunicarse.
Es la mañana del día domingo y recibo en mi Facebook un mensaje del caballero:
“La espero mañana en la Torre Monumental a las 19:45”
Es una buena señal, seguro le agradaron mis escritos. Preparo mi maletín con todo el material posible. Esta vez soy yo la que aguardo al pie del gran reloj, al marcar las agujas la hora convenida aparece a lo lejos la figura esbelta del elegante caballero. Nos dirigimos nuevamente al antiguo café y luego de sentarnos, abre uno de mis libros. Lee con voz profunda una poesía titulada “La Princesa”. Al terminar, mirándome fijamente dice:
Esto no lo escribió usted
¿Cómo sabe este hombre eso? Me quedo asombrada y él sin dejarme hablar  añade:
Este poema lo hizo su compañero Félix Martins quien estaba profundamente enamorado de esa muchachita pelirroja. Acercándose pronuncia con una voz muy suave:
¿Ya te olvidaste de mi?
En ese momento la niebla que cubría mis ojos desaparece. Es Félix, el niño que me dejaba en el pupitre sus versos de amor. Su aspecto es muy diferente excepto su sonrisa. Las lágrimas caen por mis mejillas ¡pasaron 30 años sin vernos! Félix me confiesa que por más que lo intentó no tuvo ninguna noticia sobre mí hasta que los avances tecnológicos le permitieron rastrearme por Facebook. Es lo que siempre deseó, volverme a ver. Luego de una larga charla en la que muchos gratos momentos volvieron a pasar por el corazón, nos despedimos con un cálido abrazo, ambos nos resistimos a separarnos. Antes de marcharse, Félix toma mi mano y me entrega un sobre. Con su sonrisa y un guiño de ojo desaparece en la oscuridad.
Abro la carta y leo lo que está escrito con una delicada letra:
“Princesa, si deseas que nuestra historia continúe te espero mañana, en el lugar que te impactó a los 12 años en nuestra salida con los compañeros: la Torre de los Ingleses. A la hora que te vi por última vez hace treinta años tomada de la mano de tu padre alejándote de mi vida: a las 19: 45”



Luís Alberto Taborda


                     La golondrina sedentaria 
                                           Luís Alberto Taborda

Hubo cierta vez una golondrina sedentaria. A contramano y a contrapelo del instinto viajero que llevan inscripto en sus genes las sucesivas naciones de golondrinas, esta golondrina decidió, no se sabe cómo, no partir. Así que ese año, al comenzar el otoño, se negó a cruzar el mar océano.
Su pueblo, mientras tanto, volando y volando hacia el inmenso horizonte discutió su caso. Algunas opinaron que era una verdadera manía mística esa de quedarse en soledad, apartada, contrariando al genio gregario propio de su raza. Otras pensaban distinto: veían en esta golondrina a un espíritu romántico, heredero de su tiempo, que al afirmar su personalidad individual, daba quizá inicio a una nueva especie de la familia de los "hirundínidos". Y otras avecillas peregrinas, sencillamente adjudicaron su conducta a una cierta apatía o pereza que no tenía nada que ver con altos ideales o sensibilidad romántica.


Como nuestra heroína jamás abrió el pico para aclarar el motivo de su extraña conducta, quedó para siempre instalada la duda acerca de las verdaderas razones que la impulsaron a ser lo que fue: un caso raro, apartado, casi una paradoja. Lo que sí sabemos en forma fehaciente es que llegadas las primeras heladas, languideció y después murió, tal como ocurrió con la golondrina que había entablado amistad con el Príncipe Feliz, en el cuento maravilloso de Oscar Wilde.

Enrique Santos Discépolo


Te de Ceylan  
Enrique Santos Discépolo  (1952)

Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas acostumbrado a saber que tu patria era la factoría de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado. ¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás.¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán!. Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno, ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta.¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteás un problema de Estado porque no hay té de Ceilán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos, ahora el gas es tuyo, pero…, ¡no hay té de Ceilán! Para entrar en un movimiento de recuperación como este al que estamos asistiendo, han tenido que cambiar de sitio muchas cosas y muchas ideas; algunas, monumentales; otras, llenas de amor o de ingenio; ¡todas asombrosas! El país empezó a caminar de otra manera, sin que lo metieran en el andador o lo llevasen atado de una cuerda; el país se estructuró durante la marcha misma; ¡el país remueve sus cimientos y rehace su historia! Pero, claro, vos estás preocupado, y yo lo comprendo: porque no hay té de Ceilán. ¡Ah… ni queso!.¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir a mí que no es un problema? Antes no había nada de nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez, y vos no decías ni medio; vos no protestabas nunca, voste conformabas con una vida de araña. Ahora ganás bien; ahora están protegidos vos y tus hijos y tus padres. Sí; pero tenés razón: ¡no hay queso! Hay miles de escuelas nuevas, hogares de tránsito, millones y millones para comprar la sonrisa de los pobres; sí, pero, claro, ¡no hay queso! Tenés el aeropuerto, pero no tenés queso. Sería un problema para que se preocupase la vaca y no vos, pero te preocupás vos. Mirá, la tuya es la preocupación del resentido que no puede perdonarle la patriada a los salvadores.

Para alcanzar lo que se está alcanzando hubo que resistir y que vencer las más crueles penitencias del extranjero y los más ingratos sabotajes a este momento de lucha y de felicidad. Porque vos estás ganando una guerra. Y la estás ganando mientras vas al cine, comés cuatro veces al día y sentís el ruido alegre y rendidor que hace el metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera vez que la guerra la hacen cincuenta personas mientras dieciséis millones duermen tranquilas porque tienen trabajo y encuentran respeto. Cuando las colas se formaban no para tomar un ómnibus o comprar un pollo o depositar en la caja de ahorro, como ahora, sino para pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un pelo, no. Es ahora cuando te parás a mirar el desfile de tus hermanos que se ríen, que están contentos… pero eso no te alegra porque, para que ellos alcanzaran esa felicidad, ¡ha sido necesario que escasease el queso!. No importa que tu patria haya tenido problemas de gigantes, y que esos problemas los hayan resuelto personas. Vos seguís con el problema chiquito, vos seguís buscándole la hipotenusa al teorema de la cucaracha, ¡vos, el mismo que está preocupado porque no puede tomar té de Ceilán! Y durante toda tu vida tomaste mate! ¿Y a quién se la querás contar? ¿A mí, que tengo esta memoria de elefante?. ¡No, a mí no me la vas a contar!.

Araceli Otamendi


                                              Lucía y la adivina  
                                              Araceli Otamendi

Acompaño a Lucía a la casa de una adivina. Lucía es una mujer relativamente joven, estará cerca de los cuarenta, no los aparenta salvo por el gesto demasiado serio que permanece invariablemente en su cara, casi nunca se ríe.

En realidad la adivina es una mujer que tira las cartas. Proliferan en Buenos Aires. Nunca había ido a un lugar así. No sé por qué Lucía me eligió a mí para que la acompañe, no creo en ese tipo de cosas, tal vez se sienta más segura si va con alguien.

El problema de Lucía es que el marido, más joven que ella, buen mozo y simpático es un hombre con suerte. Le va bien en su profesión y Lucía está siempre expectante. Teme que se lo roben. Teme que le hagan algún maleficio, que alguien con poderes mágicos y no tan mágicos lo aleje de ella.

La casa de la adivina queda en un barrio de Buenos Aires, algo alejado, es un departamento antiguo, modesto. Cuando entramos hay una cantidad increíble de mujeres esperando turno. Casi todas están bien vestidas, con aspecto de profesionales, bien peinadas, bien maquilladas.

Se escuchan algunas conversaciones. Hay una mujer vieja que recibe a las visitantes. Es una mujer gorda, tiene aspecto de cansada, de gastada, de haber perdido hasta sus más recónditos sueños.

Lucía, como siempre, está expectante por lo que le depara el porvenir, por saber si su marido la engañará, si alguna mala mujer se lo quitará de su lado. Teme que él la deje y ella se quede en la calle.

La mujer que se ocupa de recibir a las clientas de la adivina es una eximia profesional, podría ser la secretaria de un médico o de un dentista si no tuviera ese aspecto tan desaliñado. Se defiende hablando.

Las horas van pasando, en la antesala del consultorio de la adivina habrá unas quince mujeres con aspecto de preocupadas, temerosas del destino, confiadas en las artes mágicas.

Me dedico a observar a esas mujeres, a escuchar algunas conversaciones mientras Lucía se retuerce en el asiento con sus miedos, sus ansiedades, su inseguridad.

La secretaria de la adivina adquiere con el correr del tiempo un tono seguro, escucha y también da consejos. Pienso si no será como en algunos programas cómicos y films que he visto en mi infancia: siempre hay alguien que se entera primero de los secretos para después confiárselos al adivino. Es posible, ¿por qué no?

-¿Y vos, por qué venís? -Se intriga la secretaria.

-Acompaño a mi amiga.

-Mirá que la Adelaida es buena, la consultan médicas, abogadas, contadoras…

-¡Qué bien! -digo, y pienso, no alcanza con ser profesional, con haber estudiado para tener certezas, la magia también es posible. Pero no lo digo.

-¡Que pase el que sigue! -dice la voz de una mujer desde adentro de una habitación.

Ha llegado el turno de Lucía. Ahora tengo tiempo de escuchar con más atención las conversaciones. Han quedado cuatro o cinco mujeres, nada más. La conversación se anima con la secretaria.

-¿Y saben por qué vienen principalmente aquí? -dice la secretaria.

-No -digo.

-Por problemas familiares. Casi todas tienen problemas familiares, con el marido, los hijos, el amante, el novio. Las que son casadas casi todas tienen problemas. Hay muchas que se quieren divorciar y tienen problemas con los hijos porque se divorcian entonces los chicos andan de aquí para allá como paquetes. Y los problemas son porque no hay amor, porque si hubiera amor no habría problemas. Ahora yo digo una cosa, si hubiera amor no harían eso con los hijos. Y si tuvieron hijos ¡banquenselá!

Casi todas asentimos, es una lección de sentido común. La maestra ha dado la lección, ¿para qué consultar a la adivina? Mientras espero a que Lucía salga de la consulta, observo como la secretaria sonríe satisfecha.