viernes, 19 de febrero de 2016

Negro Hernández

Días de Enero Negro Hernández

Enero se estira como un chicle en la boca. Las interminables horas de calor se pegan contra las húmedas paredes del café Tres amigos chorreando ausencias. Estoy de vacaciones obligadas, mi trabajo de periodista de cultura está en decadencia. “Tomáte enero y febrero, Negro, en esta época nadie lee ni se calienta en pensar”, dijo el jefe de redacción del periódico en el que trabajo. Y me acordé de la respuesta de un célebre director del cine cuando le preguntaron si estaba por filmar una película sobre la historia del cine italiano. “No tiene sentido, a los jóvenes de hoy ya no les interesa la historia”, contestó.
En algún sentido, mi jefe y Bertolucci, tenían razón, la cultura va cambiando con el quehacer de los hombres y cuesta adaptarse a los cambios, sobretodo aquellos que involucran a los vínculos entre las personas. Hoy predomina la forma por sobre el contenido, lo individual sobre lo colectivo, la imagen reemplaza a la palabra, el tener vale más que el ser, el olvido supera a la memoria, lo urgente en lugar de lo importante, lo virtual desplazó a lo real.
Estaba anotando esos conceptos en mi libreta de apuntes cuando los veo a mis padres entrar al café tomados de las manos y dirigiéndose hacia mi mesa. “Hola hijo” dijeron al unísono, y se sentaron frente a mí. Mi padre la tomó del hombro y mi madre se recostó sobre su pecho hasta que se dieron un largo beso en los labios. Me dio mucha vergüenza verlos tan acaramelados (creo que fue la primera vez que los vi besarse en la boca), que no tuve más remedio que mirar el paisaje desolado de Barracas a través de la ventana.
El Gordo se había ido a Brasil, Sandoval estaba arreglando su casa, el Mirón y Jorge estaban en la costa y los demás muchachos habían desaparecido después de las últimas medidas económicas del nuevo gobierno. Miré el reloj que colgaba engrasado detrás del mostrador del boliche, eran las ocho y empezaba a anochecer.
¿Qué hacían allí mis viejos?, después de tantos años sin vernos, me pregunté.
Últimamente había logrado que mi hermano y mis sobrinos varones se juntaran en el Tres Amigos con mis dos hijos una vez por mes, era una manera de transmitir la herencia cultural de la familia y de recuperar parte de la masculinidad perdida. Más tarde se sumaron algunos hijos de los muchachos. “Solo para hombres, las mujeres no te dejan hablar y te interrumpen constantemente”, había dicho el Gordo cuando aceptó mi invitación, refiriéndose a su compañera de toda la vida. Es cierto, pensé, las mujeres vienen cargadas de palabras y nosotros de silencios… silencios que nos llevan a la muerte antes que a ellas.
Mis viejos seguían franeleándose como dos adolescentes y yo tenía ganas de mandarme a mudar. “Estuvimos con tu hermano y venimos a traerte la invitación”, dijo mi padre. ¿Qué invitación? Pregunté. “Nos casamos hijo, nos casamos en Abril. Yo no podía creer lo que escuchaba. “Si hijo, en realidad nunca nos casamos y aprovechamos los 50 años de convivencia para hacerlo en la iglesia del Carmen con la bendición del padre Francisco”, dijo mi madre con sus ojos enamorados.
Despertate Negro, dijo Joaquín mientras me sacudía tomándome del hombro. Yo cabeceaba abrumado por la pesadilla y me golpeé la frente contra la mesa.
Mis padres habían muerto hacía varios años y mi desconcierto continuó por varios minutos. Me levanté y fui al baño para refrescarme la cara, en el camino las imágenes interiores se entrecortaban como en una película mal compaginada. Todavía no podía creer la razón del sueño
Joaquín me trajo un café doble y una botella de agua mineral. Es el calor, pensé, es enero y su modorra eterna y yo sin trabajar.
Tenia fiaca, mucha fiaca, no quería quedarme en el café, ni volver a casa donde nadie me esperaba. Mi estado de inmovilidad me asustaba como si me hubiera convertido en un hombre sin deseo pero a la vez a la vez era placentero. ¿Por qué no disfrutar de no hacer nada, de no pensar en nada?.El infierno debe ser un lugar sin deseo, pensé.

Finalmente decidí quedarme en el café hasta que cerrara. Dejé correr los eneros de mi infancia por las entrañas, mis padres jóvenes, las visitas a las casas de mis tías con mis hermosas primas, los atardeceres en la azotea con los juguetes que habían traído los reyes magos, los juegos en la calle con los pibes vecinos, las noches comiendo en el patio de la casa bajo las estrellas, y mis padres amándose delante nuestro sin pudor, besándose en la boca, enseñándonos todos los días eso que llaman amor.

Cora Stábile

                   Era un hombre gris  Cora Stábile

Todos los días al atardecer llega al café (viene quién sabe desde donde),
Camina lentamente, la espalda vencida como si soportara una pesada carga sobre los hombros, un eterno cigarrillo colgando de sus labios, el pelo largo entrecano y una tristeza infinita en los ojos.
Aguarda un instante en la puerta, observa el salón, busca a alguien ... luego entra y se dirige a su mesita, esa que se apoya en la última ventana que da sobre San Ignacio.
Casi siempre lleva algunos libros y un cuaderno manoseado y sucio en el que escribe sin apuro, después de meditar largo rato. A veces toma alguno de los libros y lee disfrutando cada línea.
Ella ansiaba curiosear, bucear en esos materiales. Lo observaba siempre. Hasta que un día decididamente se acercó:
-Hola, soy Mariana ¿puedo sentarme? -
Él accedió sorprendido, se miraron y una cálida e invisible corriente afectiva los conectó de inmediato, charlaron largo rato y eso se convirtió en un hermoso hábito cotidiano.
Las calles empedradas, los buzones rojos que custodiaban las esquinas, los corsos de Boedo, los muchos cines y teatros ya desaparecidos, las vías por las que circulaban los tranvías, hoy tapadas por el asfalto, el "Grupo Boedo" y su literatura, la Peña "Pacha Camac", las librerías, los personajes aquellos que le daban colorido al barrio, ese mismo barrio que lo viera nacer 75 años atrás y que nunca abandonó, estaba absolutamente identificado con sus calles y aferrado a sus recuerdos.
-Siempre escribí mucho- le comentó un día Pablo-, pero su musa inspiradora se cansó, un día tomó sus cosas y partió. Yo llego hasta esta esquina todas las tardes con la esperanza de encontrarla otra vez, pero no, no vuelve. Así Mariana conoció el porqué de esa tristeza acurrucada en la mirada del poeta.
Una vez la joven se animó y comenzó a hojear tos libros con avidez encontrándose poco a poco con: Leónidas Bartetta, Roberto Artt, Raúl González Tuñón, Elias Castelnuovo... su amigo era poseedor de un tesoro envidiable reunido en esos viejos volúmenes.
Apenas siete cuadras los habían separado y jamás se habían encontrado. Una de las cosas más lindas que sucedió es que la tristeza fue desapareciendo de los ojos de Pablo, caminaba más erguido y sonreía a menudo. Hoy el "Hombre Gris", como ella lo había bautizado, ya no existe, fue reemplazado por un poeta maravilloso y sensible que vuelca en el papel sus experiencias, con un dejo de nostalgia pero con una mirada dará y limpia hacia el futuro.



Jaime Villanueva Donoso

                      Jaime Villanueva Donoso

Entre las nueve y las diez de la noche 

Yo quería que amaneciera tarde,

me encerraba

en la idea

de quedarme hecho piedra

en un rincón del acontecimiento

inevitable,

pero antes de tener tiempo

para afirmarme en algo

ya estaba ahí

peleando con este problema

que significa salir a la calle

doblemente asustando

por lo falso y por lo triste

de tener la razón

en esperar el fracaso

de los sueños

que tuvo alguien igual a mí.


Solamente hoy

fui tan feliz

entre las nueve y las diez de la noche

cuando tocaba en una guitarra

una canción del viejo Salvatore.

Ya es medio día y pasa el tiempo,

pero no el dolor de cabeza.


Solamente ayer

fui tan feliz

entre las nueve y las diez de la noche

cuando veía una película

de hombres libres sin clases sociales.


Si miro bien al interior de los cajones escritorio 

Sale el sol

Corre agua

Amanece – despunta la matina

Florecen

Se ríen

Todos van

Que bonito el lugar y eso que no es elegido.

Juana Schuster

  CARTA DE UN PADRE  
Juana Schuster

                                                                                                            Buenos Aires, 29/7/2000
Querido hijo:
Hoy es un día en que los corazones lloran. Llueve tanto en mi alma que pierdo de vista los bordes de la huerta: Se suicidó René Gerónimo Favaloro.
Cuando me visitaste en la fundación, no pudimos hablar mucho porque tu vuelo partía esa misma noche.
Pero Fabián, hay momentos que llegan para quedarse. Eso pasó con el querido Dr. Favaloro, quien me operó.
Quiero que sepas que era un hombre sencillo, valoraba la naturaleza y se quedaba perplejo ante una puesta de sol.
Aún cuando hubo nevado sobre su cabeza, recordaba a su abuela Cesárea, una viejecita analfabeta que le hablaba sobre los jacarandaes y los cocuyos.
René me contó que leyó 30 libros sobre Artigas, a quien admiraba.
Supe también que daba consejos a través de la televisión para que se reduzca el consumo de grasas, era enemigo de la vida sedentaria y persuadía a todos para que disminuyan el consumo de tabaco.
¿Sabés, Fabián? Al detectar mi problema cardiovascular, le dije que mis ingresos no me permitían pagar un bypass. Puso una mano sobre mi hombro y me dijo: -No le cobraré honorarios.
¿Qué pasó? Te preguntarás. Éste es mi punto de vista. Él que prefirió quedarse en la Argentina, ese ser único y querible, cuyo nombre está en la cátedra de medicina de la Universidad de Tel Aviv. Nuestro doctor perseverante que creó el bypass, el filántropo que ayudó en el pueblo desértico de Jacinto Aráuz, La Pampa, durante 12 años, solicitó ayuda monetaria y no recibió respuesta.
¿Te digo algo más, hijo mío? Me comentaron que en Aráuz enseñó a la comadrona a hervir los hilos antes de coser a las parturientas.
Además difundió el sublime acto de amamantar a las nuevas mamás.
¡Cuánto sabía René sobre medicina, contención al paciente, amor y ternura!
Antes de terminar mi carta, quiero decirte que su sobrino lo comparó con Don Quijote.
Al sentirse un mendigo en su país, le quitaron otro leño a la hoguera ardiente que fue su corazón.
Te quiere, Papá.


                                                                                                                                    DIANA

Marcos Rodrigo Ramos

LA MUJER FANTASMA  
Marcos Rodrigo Ramos

Llegué con la tormenta al hostal cansado luego de casi 20 horas de viaje en micro. El lugar no era la gran cosa pero era funcional por su ubicación,  lo que tenía que hacer y su precio más que conveniente.
No estaba la mujer que atendía siempre, en su lugar había un hombre de 40 y pico de aspecto hippie y tonada extraña. Tomó mis datos y me dio las sábanas  de la habitación compartida. Elegí la cama más cercana al ventilador.
El cuarto de milagro estaba vacío aunque no muy limpio. Acomodé mis cosas en los lockers. Me llamó la atención ver por el piso muchos restos de velas derretidas. Pensé en un corte de luz  reciente. En partes del patio, la cocina e incluso el baño encontré también los mismos restos.
Luego de bañarme me crucé con uno de los antiguos encargados, un muchacho joven que más de una vez había sorprendido a los besos con algún que otro novio en la cocina.  En general había  muchas parejas de hombres jóvenes como huéspedes.
 Ya más tarde escuché a una mujer que discutía con el encargado extranjero, éste la retaba con violencia,  pero tenía tanto sueño que apenas me acosté quedé dormido.
Cuando desperté, salí a prepararme el desayuno y me encontré con él. Me contó que era colombiano, tenía un hijo allá y esperaba traerlo pronto para acá. Su aspecto delataba su otro oficio, artesano de esos que venden pulseras en las plazas, ropas hippies, ojos rojos y un eterno olor a vino.
En un momento apareció una chica de 25 años, muy buen cuerpo, vestía un short corto verde con musculosa a tono, tenía el pelo corto y era muy bonita. Pasó sin saludar y se sentó en una mesa. El colombiano (que la doblaba en edad) fue con ella y se besaron. Luego le acercó un vaso y trajo una botella de cerveza que evidentemente era el desayuno de los dos, ella tenía los ojos menos rojos que él.
A la noche los artesanos ya no estaban. En su lugar había dos hombres muy gordos, uno de ellos visiblemente atraído por mí pese a que decía ser separado y con hijos. Los “gordos” escuchaban una música bien distinta a la del colombiano que ponía siempre reggae y Metallica,  los “gordos” escuchaban Raphael y Pimpinella. La habitación daba al pasillo de la recepción por lo que, aunque no quisiera, escuchaba la música y lo que hablaban.
Contaban  que habían escuchado pasos por los pasillos cuando no había nadie e incluso muchas veces las canillas habían aparecido abiertas solas. Notaba cierta preocupación en su voz, me di cuenta que no sospechaban  que hubiera sido una persona la que hacía eso por las noches sino otra cosa.
Una vez en ese mismo hostal me había ocurrido un evento un poco inexplicable. Había llegado muy tarde, casi a las cuatro de la mañana, y de repente noté que se había abierto la lluvia de la ducha del baño. Me pareció raro porque no había visto a nadie entrar y la luz estaba apagada. A las seis  todavía estaba oscuro, me desperté de urgencia para orinar y la lluvia seguía aún abierta y la luz apagada. Fui al otro baño, no se atreví a golpear y preguntar si había alguien en ese.
Ahora comprendía ciertas cosas, que las velas en todo el hostal, demasiadas, no eran por un corte de luz, sino algún tipo de conjuro para ahuyentar malos espíritus. Me alteró más darme cuenta que la habitación en la que estaba era el lugar en que había más cantidad de velas.
Estaba cansado, muy cansado, pero no podía dormirme. No creía en espíritus ni fantasmas, pero el relato de los “gordos” me había dejado alterado. Por un momento sentí una leve presión en los hombros, la atribuí a los delgados colchones del hostal pero luego pensé otra cosa. Rápido y agitado fui hasta la perilla y encendí la luz. Dejé la luz prendida toda la noche, sólo así pude tranquilizarme y al fin dormir
Al mediodía me encontré con la muchacha que esta vez me respondió el saludo y hasta me hizo algún comentario sobre el calor. En una tabla estaba cortando cebolla, verdeo y ají. Estaba haciendo una salsa que luego puso sobre dos masas de pizza estiradas bien finas que parecían precocidas. Yo almorcé un café con fiambre y un pan de salvado asqueroso. Pensé que bueno sería si yo supiera cocinar así, o alguien me cocinara así alguna vez. Alejé mi pensamiento pero el olor me hizo agua la boca, Comieron una de las pizzas con sus correspondientes dos botellas de cerveza y los cigarrillos que parecían estar casi eternamente prendidos en sus manos. La música ahora era cubana. Ella limpió todo y  juntos  fueron a su cuarto.
A la medianoche fui a la cocina, envuelta estaba la masa
masa precosida que les había quedado. En un plato una porción de pizza sobrante. Me aseguré que no hubiera nadie cerca, al principio fue la punta, al sentir el sabor ya no pude detenerme y la comí en no más de tres bocados.
El hostal parecía desierto, recordé que había dejado en el fondo la toalla secándose y era inminente la llegada de una nueva lluvia así que fui a buscarla. De repente del fondo de entre las sombras apareció el colombiano sin remera y con los ojos más rojos que nunca, Me dijo unas palabras que no entendí y medio tambaleándose se fue hacia su cuarto en donde seguramente lo estaría esperando ella. En el fondo el patio olía a cítrico, a ácido, a marihuana.
El martes cuando fui a la cocina estaba ella en una de las mesas preparando las pulseras que luego saldrían a vender. La noté triste, sería, Me acerqué a pedirle fuego para prender la cocina. Me dio su encendedor y nuestros dedos por una milésima de segundo se tocaron, un tiempo imperceptible para cualquiera pero no para mí. Cuando volví para devolvérselo estaba él que saludándome lo tomó.
Al rato los escuché discutir de vuelta, el motivo de la pelea era en apariencia los celos de ella porque el colombiano seguía viendo a una ex novia. “Pero si es mi amiga. Como quieres que no la vea. No eres razonable, por Dios” le gritaba con esa tonada que cada vez me  caía más pesada. 
Uno de los “gordos” me contó que dos huéspedes nuevas se habían quejado de la pareja porque los habían visto en una situación poco decorosa en la cocina y que el dueño del hostal estaba pensando en echarlos si se repetía esa situación otra vez.
Ese mismo día salí a la hora de la siesta y volví enseguida. Toqué el timbre pero nadie atendió. Pensé que seguro el colombiano había salido a hacer una compra y volvería enseguida. A los quince minutos perdí la paciencia y empecé a tocar el timbre con todo. Envuelto en una toalla apareció. “Discúlpeme. No lo escuché ¿Está esperando desde hace mucho tiempo?” “Hace una hora” le contesté un poco exagerando y otro poco enojado y me fui al cuarto. Cuando salí me crucé con el dueño del hostal que estaba con él. Me preguntó si había tenido algún inconveniente. Le dije que no, que todo estaba todo bien.
El jueves me encontré con por lo menos 15 personas con disfraces coloridos como de comparsa,  trajes bien vistosos de color verde y dorado. Tenían la cabeza gigante de un dragón hecha en tela.  Estaban practicando una coreografía. Van a la marcha del orgullo gay que se hace en frente de la catedral me dijo el de la recepción.  Me puse en una mesa de espaldas a ellos y cené  fideos con tuco. De repente me pareció verla a ella en el fondo oscuro donde se colgaba la ropa. Llevaba puesto un camisón blanco, levanté la mano saludándola y ella hizo lo mismo desde lejos y se fue para el fondo hacia la oscuridad y ya no volví a verla regresar de ahí en toda la noche.
El viernes estaban en reunión, escuchaba. Otra vez salió el tema de los ruidos misteriosos, incluso habían  encontrado utensilios de la cocina fuera de su lugar y algunos faltantes. Recordé la porción de pizza que había comido de contrabando. Quizás sabían algo pero no me iban a decir nada. Era baja temporada y no les convenía poner incomodo a uno de los pocos clientes que tenían. Noté como que sobrevolaba en la charla el tema de que quizás estaba sobrando algún empleado, era una obviedad que ese palo iba dirigido al colombiano que debía comenzar a esmerarse un poco más en su trabajo si quería conservarlo.
No sé si fue por lo que escuché pero dormí muy mal. Me sentía nervioso. Varias veces me desperté a la madrugada con la sensación de que alguien me había tocado la pierna, o que me estaban observando aunque estaba en la habitación solo. Como la otra vez solo pude conciliar el sueño con las luces prendidas.
El lunes me sorprendió la lluvia cuando desperté. Fui a la cocina y allí estaba ella, parecía triste. Estaba frente a la pava esperando que terminara de calentar el agua. Pareció no darse cuenta que yo estaba. Recordé esa expresión suya, igual a la de ese día en que la vi en la calle con el novio, al principio me había parecido que discutían por algo del hotel, pero no, no discutían, él la retaba, la trataba de poca cosa. Ella estaba callada, no decía nada, lo miraba a él que para variar ya estaba un poco borracho o drogado. Por un momento sentí que ella era un pájaro encerrado en una jaula muy chica. Después vino a mi mente esa frase que leí en un libro, no recuerdo cuál, y que decía: “Los ángeles siempre tienen alas.”
Cuando se dio cuenta que estaba me saludó sin mirarme. No entendí muy bien lo que hice luego pero tomé un caramelo que tenía en el bolsillo y se lo ofrecí. Entonces me miró y comprendí que había estado llorando. Con  media sonrisa me dijo gracias y se fue luego de cargar el termo.
Esa noche, ya casi de madrugada me escabullí hasta la cocina. No había nadie alrededor. Todavía estaba una de las prepizzas que había hecho ella, primero comí un borde, pero luego un impulso ciego me hizo sacarla de la bolsa y llevármela entera a escondidas al baño. La comí toda de a poco, saboreándola, sintiendo en la salsa lo salado de sus lagrimas que no había visto pero que no me eran difícil de imaginar. Aunque estaba un poco cruda igual la terminé entera. Luego me bañé y fui a acostarme.


A las tres de la mañana  otra vez me agarró insomnio, Pensé que era idiota empezar a preocuparme otra vez por los fantasmas, mi abuelo Rodrigo siempre decía que no le preocupaban los muertos, los que le daban más miedo eran los vivos siempre capaces de hacer más mal que cualquier fantasma. La voz de mi abuelo en alguna forma regresó y me dio tranquilidad. Apagué la luz y de a poco me fui relajando hasta quedar completamente dormido. Tenía un sueño muy agradable cuando de pronto me despertó el ruido del picaporte de la habitación. Alguien había entrado. De repente noté que corrían las sabanas y se acostaban conmigo. No pregunté nada. En la oscuridad cuando besé sus mejillas reconocí el sabor de sus lágrimas.

Amanda Pedrozo

Kurupí Amanda Pedrozo

A sus quince años tenía una sabiduría que se podía oler a la legua. Era como si desde sus ojos otra persona más adulta temblara su experiencia que desmentía esa carita flaca, con la panza hinchada de bicho. Abuela Esperanza no la podía ver: El diablo andaba por la casa cuando esa chiquilina movía su cuerpo marrón bajo la resolana, decía.
Angela Pura era guardada por las tías. Día y noche ellas la seguían con la vista, estuviera prendida a los platos sucios o chupando embelesada una naranja tras otra. La controlaban porque en la familia era la última mujercita que quedaba sin conocer hombre. La controlaban porque esa chica tenía algo que hacía desvariar y de eso cualquiera se daba cuenta. Hasta el abuelo Catá la seguía con la respiración caliente, no importaba que estuviera delante abuela Esperanza, que predecía alargando las palabras como en un rezo o plagueo sin utilidad: El diablo anda cerca, el diablo es su dueño...
Día y noche las tías se quebrantaban, alargaban sus narices y querían saber por donde comenzaba la historia de la madre que parió tal hija. Querían culparla de la absurda telaraña que había ido envolviendo la vida de Angela Pura hasta hacerla el bocado más apetecible entre parientes y extraños, y también el más imposible.
La tal madre se había muerto mirando a su hija. Que en gloria esté y que Cristo Nuestro Señor se olvide de que era tan caprichosa, además de otras cosas que ya no importan porque después de todo no tuvo buen ejemplo, pero no se nos mire a nosotras que siempre hicimos las cosas según el mandamiento de Dios y con arreglo a la Constitución Nacional, y que además no somos sus parientes de sangre sino de mala elección de nuestro primo Rosendo que sufría de hemorroides y de maldad sin asidero.
Angela Pura había mirado tanto a su madre, o ésta a ella, que enseguida todos supieron cuál iba a morirse sin remedio. Cuando la cara de la madre quedó al fin definitivamente pálida, resultó que el cadáver ya no dio trabajo: todo estaba listo, y hasta se había llorado con anticipación. Para la hora del velorio, sólo quedaron la diversión subterránea de los barruntos familiares y el largo velorio de los escándalos amorosos antiguos de las parientes menos allegadas.
La niña fue creciendo despacio en relación con sus ojos. Estos hacía rato que se habían comido las paredes y los gusanos, se habían apoderado de la casa y de los hombres, del sudor de los perros amarillos y también de cuanto conocían quienes la miraban. Por eso, y porque nadie en la casa había olvidado cómo se murió su madre de tanto mirarla, nadie la miraba de frente en lo posible. En lo no posible, rezaban un Padrenuestro de protección al Arcángel Gabriel por si acaso. Lo demás será seguirla y cuidarla, nadie sabía para qué.
La noche del Día de los Santos Difuntos resultó con luna colorada. Eso llenó enseguida de premonición a la abuela Esperanza. Apenas comieron todos en la olla de hierro, se fueron a juntar sus miedos en una pieza desde donde no tenían que soportar los ojos de grande de Angela Pura y no corrían así peligro de olvidarse de repente de todo lo que habían vivido con esfuerzo y dedicación.
Los ojos predestinados llegaron tranquilos al bananal. Allí, Angela Pura tumbó su cuerpecito cuidado por las tías bajo la luna colorada para que el destino llegara de una vez por todas. Ni se movió cuando supo, con esa sabiduría absurda que le había venido creciendo desde chica para desesperación de ella misma, que allí estaba el esperado, el impensable, enteramente olor a caballo y mierda de gallina, enteramente imposible, puro sufrimiento ancestral, puro tierra, pura fuerza, con su maldición que era la única que podía conjurar otras maldiciones.
Un aullido que nadie supo de quién provenía marcó el segundo en que el interminable falo del Kurupí (yo decía que esa niña era cosa del diablo...) la rompió en dos para siempre. Desde ese momento, sólo la abuela Esperanza siguió recordando cómo había muerto esa niña, de tanto mirar al diablo en el bananal.
*Kurupí - un fantasma de la mitología guaraní. Pequeño personaje de las siestas. Tiene el miembro viril desarrollado en forma desproporcionada a su tamaño, ya que el mismo tiene una extensión tal que lo lleva arrollado por lo común a su cintura.


Fernanda López

                 La última gota  Fernanda López



Perder la cabeza en una copa de vino, y desear perderte en medio de una borrachera, y por fin encontrarme, y ser sin vos, y ser en tu definitiva ausencia. Volver púrpura tu mirada, y ansiar olvidarla olvidarte olvidarnos, y ser después de vos, y ser a pesar de vos, y ser a tu pesar. Abandonarte en el fondo de la copa, y ahogarte en cada siguiente trago, y terminar con esta historia con vos con la que fui, y ser otra, y ser la misma, y ser quien quiera. Multiplicar el vino, ir bebiéndote de a poco, saborear lo vivido lo deseado lo sufrido, y ser la que te amó, y ser la que te olvida y ser la que te vuelve pasado en la última gota.

Eduardo Francisco Coiro

Cuentos cortos Eduardo Francisco Coiro

SIOFIN
El hombre lee su informe otra vez:
"He observado que hacemos el amor en la esperable indiferencia con la que un empleado administrativo lee, firma y sella un expediente. Para el cual lo verdaderamente importante es el control. Que el expediente este en el estante correcto, disponible para cuando sea necesario otra firma, otro sello, pasarlo a otro estante con cierta indiferencia como si fuera a otro abandono. (....)"
"Después de haber pasado varias veces por el planeta Siofn los seres tienen una vida sin pasión. Los supera saber que su nuevo cuerpo tiene fecha de vencimiento; ya no sienten estar en una vida verdadera con peligros y desafíos, incertidumbres, frustraciones.... se limitan a administrar su tiempo en redes psicofísicas a las que confirman su pertenencia con gestos tan automáticos, tan naturalizados en su inconsciencia (...)"
Por eso el hombre ruega que lo transfieran a un planeta de "sangre caliente" donde la vida merezca ser vivida. Donde pueda sentir de nuevo -como aquella remota vez- que cada instante es un principio y un final.
MI PADRE SILBANDO EN LA NOCHE
Ahí va mi padre silbando en la madrugada. Es primavera. No alcanza con el canto cíclico de los zorzales. Mi padre se acompaña silbando. Es una melodía que alguna vez le escuche cantar en italiano, habla del amor perdido de una napolitana. Cada vez que lo escuchaba silbar aquella melodía era como si hablara en él toda la tristeza que tenía adentro.
Mi padre un hombre de silencio. De pocas palabras, las justas y necesarias.
Ahora que volvió la primavera y los zorzales cantan ó silban su insomnio. Mi padre vuelve a caminar a la madrugada hasta la avenida bajo las estrellas o la tempestad para ir trabajar a la fábrica. Esta sólo y se acompaña silbando su amor a una napolitana.
LEGADO
Le dejo a su sobrino sus cuadernos por legado. Le llegaron embalados en una caja y atados con hilo de yute. Son cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que vienen con su título en la tapa. El hombre elije abrir el que dice “Amor”.
Son frases sueltas. Según parece muchas eran propias, del propio saber del tío gestado en años de andar por la vida. Otras escuchadas. A veces frases subrayadas con resaltador en un recorte de diario.
Esta todo prolijamente anotado con su letra cursiva grande y clara, que le elogiaban tanto en su empleo de revisor de cuentas.
El hombre va al final del cuaderno. Esa es la última frase. Tiene una aclaración:
“Me dicen en el bar que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la escribo con mi memoria no tan buena…"
Lo verdaderamente heroico es querer al otro tal cual es.
"Tal cual el otro es" -Escribe para dar énfasis a la frase.
Luego sigue una reflexión:
 “Cada vez seremos más los viejos solitarios. Hasta que lleguemos a estar sentados en el geriátrico mirando un Potus. Con suerte habrá una ventana para ver el movimiento de la calle.
Y una mañana cualquiera, una viejita se siente al lado nuestro. Nos tome la mano.
Y sea tarde para casi todo, menos para sonreír”
AULLIDOS
Es la medianoche. Han apagado las luces del vagón para que la gente duerma.
Afuera hay un cielo estrellado y luna plena que ilumina el interior del vagón, dibuja formas extrañas según ingresan las sombras altas que bordean cada tanto el recorrido. El hombre lee a Saramago gracias a una débil luz individual. Encuentra una frase que lo sacude: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre".
Piensa en su padre, nacido en un hogar campesino en la Italia de 1923. Ese sueño que lo sacudió ya anciano: los lobos se comían a sus ovejas y él no podía hacer nada para evitarlo. Así se despertó, de esa cara de espanto de su padre, el hombre no se olvida. Piensa en su padre, en él, en sus hijos. En otros padres con sus hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la culpa. El espanto no lo deja dormir.
En los sueños de muchos hay aullidos.

                  

María Guadalupe Allassia

El paraíso de Isabella 
 María Guadalupe Allassia

L' elisir d'amore
Y que es eterna luz decirte puedo
cuanto aquí ves, y encaja
justamente
como el anillo corresponde al dedo
Dante Alighieri. Divina comedia (canto XXXII)
Los ojos eran como vidrio hecho trizas, por donde la luz entraba con imágenes centelleantes. Muy lejos, los dedos de las manos crujían y se enfriaban, mientras los tigres de la Muerte pasaban en silencio por las tierras oscuras de la habitación y se acomodaban, dóciles, al costado de la cama de cedro. Sólo a esperar.
Isabella dejó que el invierno la meciera lentamente entre las sábanas.
Estaba acostada y sin embargo, le parecía caminar sobre cristalitos de escarcha. Tenía frío y sabía que iba a morir.
Entonces, lloró en silencio con una lágrima viva que salía de un solo ojo.
Una lágrima que quemaba como llama. Desde el fondo de la lágrima oyó un sonido, mucho más importante que el de los pájaros en invierno o el rumor de los tréboles movidos por la brisa. Era una voz de hierba verde que venía de algún lugar secreto, alejado y profundo. La oyó claramente. La oyó como su música preferida, L'elisir d'amore, una furtiva lágrima. No podía comprender las palabras porque las palabras, eran música entretejida en el cielo. Seguramente, música de Gaetano Donizetti.
En ese momento entró la luz y con ella, el ángel alto, verde y azul, con las mejillas rojas.
Manso ruido de aire lo acompañaba, temblor de alas.
Un ángel, -murmuró Isabella-. Un ángel con voz de menta y hojita de salvia.
Angel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día. Ay, ángel, quiero que cumplas mi último deseo.
El ángel sonrió y asintió con la cabeza, mientras Isabella lo veía flotar sobre la espuma del mar de Calabria.
-Quiero comer ajíes, los ajíes rojos y picantes que a mí tanto me gustan.
Sorpresivamente, entre las manos del ángel, apareció un frasco de vidrio lleno de ajíes pequeños y coloridos.
-Hermoso mío- susurró Isabella deslumbrada.
La luz del espíritu celeste al servicio de Dios, ángel del noveno coro, henchía el aire y lo transformaba. Ahora todo era azul.
-Te llamaré Azzurro, caro mío-. Isabella habló despacio, casi en secreto, mientras el ángel le acercaba con su manos delicadas, dos ajíes.
Isabella abrió la boca y mordió. Reconoció el sabor conocido y amado.
La piel se dilató en un millón de bocas calientes y la sangre se entibió bastante.
-Mangia, che te fa bene- dijo la figura celestial y con un ala empujó a la Muerte y a sus tigres contra las telarañas grises que se rompieron, asustadas.
Vos llevate las sillas de Viena, Francesca. También, la vitrina de cristal.
Yo me llevo el aparador. No, Rosina. El aparador es para Umberto que es el hermano mayor. No, Francesca. Es mejor que Umberto se lleve la escopeta del
nono. ¿Te acordás? La que usó contra el inquilino cuando ese pobre hombre le comió los higos de la vieja higuera. No hagan tanto ruido, pidió Antonio. Me parece que todavía oye lo que hablamos. Aunque tiene los ojos cerrados.
Huele como la menta.
Isabella comió otros dos ajíes y se abrió la puerta de la Cruz del
Sur. De par en par. Isabella vio el barco que venía de Cosenza, lleno de inmigrantes, como ella. Estaba Vittorio, su marido muerto, con los botines viejos y el baúl de cuero antiguo. ¿Qué hacés allí, Vittorio, con tu reloj de bolsillo marcando las tres y veinte, hora de tu muerte? Guardalo, que te lo van a robar.
Sería bueno que el reloj estuviera en la casa de Laura. Total, para qué necesita ella otra cosa .Y el cubrecama de hilo, con flecos de seda. Lo pidió la tía Gianna, para su cama de bronce. Bueno, dáselo. El cubrecama con olor a mar, como decía el nono.
Otros dos ajíes.Uno rojo y otro verde. Un puñado de ventanas se abrió en el cielo. No, no eran ventanas. Eran estrellas. Su luz alumbraba un mar verde y rojo.
-Son ajíes -expresó el ángel. Un mar de ajíes que alimentan la eternidad. Cuando sube la marea, por los cantos celestiales, un ángel lleva algunos frutos a un alma moribunda y buena, tal vez para que sea salvada por voluntad de Dios.
El mar del extraño elixir tocó a Isabella en la boca y el calor invisible la rodeó canturreando intensamente.Remedio maravilloso que le permitió ver a sus amigos italianos, muertos, sonriendo dulcemente al lado de la Virgen María.
-Azzurro, Azzurrito, quiero ver más.
-Estás viendo el cielo de América- explicó el ángel- y le permitió ver a Vittorio sacándose una foto en color sepia al lado de una planta de maíz alta como una montaña.
Llevate los platos de porcelana y dale a Emilia la tetera de plata. Se está moviendo. Nona, nona, no contesta. Huele como las violetas.
Otro ají. En la cabeza la sangre daba vueltas y abría flores y duraznos maduros sobre la tierra de América. Porque la tierra también es semilla que cae de las estrellas.
El piano lo llevamos mañana. Después de. Marieta buscó el mantel de los domingos, vainillado en los bordes.
-Rosas, siento olor a rosas-, dijo.
El Ángel le alcanzó otro ají a Isabella y sus cabellos calabreses, negros y ensortijados, se encendieron como un volcán y crecieron, calientes y hermosos, sobre la almohada blanca.
El sol balsámico que salía del frasco incendiaba todo. Desde la furtiva lágrima, Isabella vio a Vittorio. Se acercaba con agua de cuchara, sedosa y fresca, para dulcificar los labios que ardían rojos y brillantes.
La habitación ya era un día de vendimia cuando Isabella se sentó en la cama y dijo:
-Quiero agua, agua estrellada y mansa como la que me da Vittorio.
Los familiares cumplieron, asombrados, con el pedido, mientras la vida de Isabella latía como marea caliente de verano, fuerte y más fuerte y el corazón retumbaba en rojo y verde.
La Muerte huyó, con sus tigres avergonzados, por la celosía de las ventanas.
El ángel, ahora llamado Azzurro, sonrió enigmático y saludó cortésmente:
-A riverdici presto, Isabella-. Y desapareció como un suspiro amarillo.
Cuando toda la casa volvió al orden imprescindible y necesario y las sillas de Viena regresaron alrededor de la mesa familiar, Isabella, sentada como una flor en la cama de cedro, tomó el frasco que esperaba detrás de la mesa de luz y mordió con fuerza un ají picante.


Porque en la vida hay tiempo. Tiempo de buscar y de encontrar.

Liliana Isabel González

             Del otro lado de la pared Liliana Isabel González

Del otro lado de la pared crecía una familia hecha de tres. Una pareja joven y una beba recién llegada. La medianera de dos metros levantaba un muro donde los límites se borroneaban.
No era la ropa colgada de los broches de madera. Ni el kayak naranja flúo puesto de pie en señal de desafío. Ni el ladrido ensordecedor del perro, cada vez que escuchaba abrir la persiana de nuestro patio. Tampoco  eran los restos de caños que a la intemperie oxidaban su existencia. Ni las latas de pintura solvente y decapante apilados, por dondequiera que la vista pudiese detenerse.
Eran las palabras gritadas, las amenazas que él, vestido con su armadura de impunidad, pronunciaba. Eran las súplicas de ella, rogándole que se fuera. Era el silencio que sobrevenía, luego del desencuentro. Era escuchar  los movimientos dentro de la casa sin emitir sonido audible durante semanas. Era la indiferencia de los vecinos testigos. Era el tiempo que parecía detenido.Era la lluvia que lavaba cualquier rastro, que la sospecha pudiese delinear. Eran los ojos tristes de la niña en el cochecito. Era la mamá que al pasearla, buscaba ayuda.
Un día se cruzó con Virginia, la vecina más vieja del barrio. Adoptó a las dos por un tiempo, hasta que se recuperaran.


Hoy del otro lado de la pared queda poco, casi nada. No volvimos a escuchar a sus dueños. La casa está en venta y deshabitada.

Celia Elena Martínez

                                                                  Decisión  
                                               Celia Elena Martínez

Marta y Tomás se conocían desde la escuela secundaria, se pusieron de novios muy jovencitos, ella 14 y él 15. Se los veía siempre juntos. 
Cuando terminaron el colegio, comenzaron a estudiar juntos en la Universidad. Marta era muy buena alumna y sacaba las mejores notas. 
Tomás en cambio tenía problemas en la casa, su padre enfermo y su madre tuvo que salir a trabajar en casas de familia dado que los horarios no le daban, entre la casa y los cuidados de su marido.
Tomás tuvo que ir a trabajar y dedicarle menos tiempo al estudio. Podía dar menos materias por año y se fue atrasando  con respecto a Marta. Hasta que un día decidió dejar la carrera para más adelante, cosa que nunca hizo.
Marta se recibió de abogada y luego de escribana, trabajaba en el buffet de su padre.
Siguieron con el noviazgo y se los veía enamorados como siempre.
Tomás cambió de trabajo, fue a una  inmobiliaria pero ganaba poco con respecto a Marta. No obstante trataban de guardar para poder casarse. Ella aportaba más que él, pero Marta se conformaba, aunque a Tomás lo ponía de mal humor. A pesar de todo se casaron. 
Fue una boda fastuosa todo organizado por el padre de Marta. Les pagó el viaje de bodas a Europa, todo esto le disgustaba a Tomás Marta no se daba cuenta porque estaba acostumbrada a vivir así, el progenitor de ella les regaló el departamento, en el mismo edificio para controlar mejor sus vidas. 
Cuando se fueron a vivir juntos empezaron las discusiones. 
Marta le enrostraba que no trabajaba lo suficiente para ganar más,  que era un pusilánime
Empezó a ver que su marido era un inútil, ya habían perdido aquel amor de adolescentes, ya no estaba enamorada de él. Poco a poco se fueron  distanciando. Él venía  cada vez más tarde y borracho.
Marta quedó embarazada, no le dijo nada a Tomás y abortó.
Ya no quería saber nada de él.
En el estudio de abogados conoció a un hombre mayor que ella y pronto fueron amantes.
El amor había muerto. Una noche Tomás volvió y encontró el departamento totalmente vacío. Marta había decidido abandonar a su marido.
Sólo había una nota que decía, por favor dejá las llaves en la portería.



Jenara García Martín

Ahora es el momento 
Jenara García Martín

Al despertar del inestable sueño de la noche, que es una constante a la hora del amanecer,  pienso en la rutina de la existencia en que  vivo día a día y me veo llegando a una orilla al borde de un precipicio desde donde puedo imaginar el peligro que existe si me acerco  y de lo que me salvaría si no llego hasta esa orilla. Espero que pase ese momento de reflexión, lo cual comprendo que es un hábito irracional,  pero es superior al poder de la voz de mi mente y no hay fuerza que me aleje de esa visión, antes de abandonar el lecho.
- Esa monotonía la detesto. Detesto ese pasar que se acumula en mi cuerpo,  y aprisiona mi ser, mi existencia, el espacio del tiempo en el que se esfuma  mi vida. La vida que se esfuma y no vuelve.  Desearía que sucediera algo trascendental, aunque me golpeara. Reconozco que, mi día a día es rudo, áspero, difícil; a veces hasta me toca convivir con la pérdida de la libertad individual y colectiva y de los horizontes que me esperan.
- Es una proeza poder abordar el día con seguridad. Me enfrento a ese amanecer brillante, soleado, de un día más de mi existencia con ilusión, disfrutando de ese regalo que nos concede la naturaleza en todo su esplendor. Una nueva fragancia de alguna planta silvestre que se percibe al abrir la ventana y respirar el aire puro de ese nuevo día que me hace presentir algo extraño y con esa rara sensación, sin saber si sería agradable o desagradable, me preparo para salir a la calle, a mi trabajo habitual.
- Traspasado el umbral de la puerta percibí, con placer, hasta el aroma de la tierra húmeda de la escarcha mañanera, pero  la sensación extraña me perseguía.  ¿La podré superar sin sentirme atrapada como un pájaro herido?  
- Ahí empiezan mis miedos. Me siento atrapada en la calle entre ese enjambre humano. Esa multitud que pasa a mi lado sin percibir mi presencia,  pero me aprisionan. Y pienso cómo alcanzaré la orilla de ese día. Me entra la ansiedad por escuchar la alarma que anuncia la hora de salida, donde he pasado las horas prisionera en una cárcel, pero sin  rejas. Por fin vuelvo a iniciar el camino de regreso a casa, y espero el anochecer y vislumbrar mi compañera de la noche.  Ya siento que respiro y estoy a salvo, pues tengo pavor a una noche sin luna. Pienso cómo alcanzaré la orilla de ese día en que pueda gritar: ¡Hoy, soy feliz! 
- La felicidad: ¿Cómo es la felicidad?: ¿Tiene color?  ¿Tiene perfume? ¿Tiene presencia? ¿Tiene edad? ¿Tiene futuro?...¡Tiene vida…Abstracismo!  Cierra y abre las portezuelas del escondite de su “tiempo” y puede anunciarse a través de cualquier manifestación. Mas tus ojos, no la ven. ¿Ocupa un espacio en el corazón? Sí,  pero  sólo se siente. ¿Flota en el aire, en ese espacio que dejaste libre para poder vivirla?…Sí, mas él te dice ¡¡NO…!! Aún no es el momento. ¡Espera!
- No escucho esa alerta y la busco. Pero  todo cambia cuando camino hacia ella y no llego a la cita. El tramo final del atardecer de ese día que iba a ser especial, se fue…desapareció. Lo perdí en la orilla. Me acerqué demasiado…como el cisne que, “cuando se acerca a la orilla,  pierde su elegancia”
- Un pensamiento repentino despierta en mí una ilusión. Tengo que dejar atrás ese vivir del día a día, con tanta monotonía. El día de mañana tiene que ser diferente: la sucesión de los momentos horarios, en que tengo que hacer las cosas que siempre he deseado hacer y no hice, es imprescindible que los altere. El día de hoy no merece escribirlo, ni recordarlo, porque repetiría las mismas cosas que ayer. Mañana será el día elegido.
-¿Por qué? …Porque, mañana voy a empezar a vivir. Voy a escribir esa carta que comencé  hace mucho, mucho, pero mucho  tiempo, y nunca la terminé y era tan importante…  ¡No!  El momento es ahora. Luego, o mañana puede ser tarde - me responde mi otro yo, y sigue diciéndome -: “Ese instante que necesitas para decidirte, es frágil,  puede evadir el tiempo. Ese tiempo que por acercarte demasiado a la orilla, lo perdiste.  Esa carta, tienes que escribirla,  AHORA…AHORA ES EL MOMENTO”.



Marta Becker


Un encuentro  Marta Becker

Hace mucho que la deseo y supongo que lo mismo le pasa a ella, pero se comporta con indiferencia, en un juego típicamente femenino de hacerse rogar.
Por fin un día la encaro. Le pregunto directamente ¿un hotel, tu casa, la mía? y ella opta por lo último, respondiendo con un susurro.
Preparo el ambiente del departamento con toda minuciosidad. Bajo algo las persianas pero a medias, para que entre la luz natural. Música de jazz de fondo - mi preferida-, pongo una botella de champagne en el freezer y me siento en el sillón de dos plazas frente a la ventana a esperar.
Toca el timbre con puntualidad. Cuando abro la puerta me encuentro con su figura esbelta enfundada en un sobrio traje de media estación, tacos altos que estilizan su cuerpo, el cabello teñido de un rojizo claro recogido como al descuido pero que le da un aire de colegiala, una mínima sonrisa y la mirada brillante.
Había estado tan ansioso por tenerla entre mis brazos que cuando la veo me quedo paralizado, como si fuera la primera vez que estoy frente a una mujer y no sé qué hacer.
Sólo cruzamos un simple –Hola-.
De a poco recobro la compostura y la hago pasar. 
Sin intercambiar preguntas me acerco. Comienzo por sacarle la chaqueta. Desabrochar de a uno los botones de la blusa me resulta excitante. Lo hago en cámara lenta, para demorar la situación.
Ella se deja hacer, en silencio.
Le suelto la pollera, que cae al piso. Ante mi queda una escultura. Redondeces perfectas en los lugares adecuados, una piel de porcelana y un perfume a hembra que me embriaga como un elixir.
 Recién en ese momento ella entra en acción, como si se percatara de que tiene que participar, que es un baile de a dos. Me desabotona a su vez la camisa, también despacio, afloja el cinturón, caen mis pantalones y comienza a tocarme el pecho con sus uñas, suave, suave, como se acaricia a un niño.
Comenzamos a besarnos, primero con delicadeza y, de a poco, subimos la intensidad hasta llegar a los besos salvajes del deseo, aquellos que marcan el comienzo de algo, todavía en las preliminares de nuestro reconocimiento.
No hablamos. Sólo la música de fondo.
Le quito el corpiño y quedan a la vista unos pechos fabulosos, macizos, llenos de néctar que toco, primero con miedo como si se fueran a romper, para luego sumergirme en ellos como en el más dulce de los sueños.
Le saco la tanga. Apenas asoma una pelusa rubia que cubre su sexo, protegiéndolo.
La empujo de a poco hasta el sillón, se tiende y comienzo a besarla desde los párpados hasta los pies, lentamente. Me entretengo en sus senos, me pierdo en su monte de Venus para volver a encontrarme con su boca ardiente.
Mis manos la recorren una y otra vez, siento una avidez increíble por poseerla, no quiero hacerle daño y al mismo tiempo lo deseo, para que grite, que implore, que pida…
Me desnudo. Aprieta sus dedos en mi carne, me acaricia con violencia, me apura.
Macho y hembra. Nada más.
Nuestros cuerpos se mueven al compás de la música, Miles Davis marca nuestro ritmo, cadencioso y caliente.
Del sillón pasamos a la cama. Pierdo la noción del tiempo entre jadeos, tactos, caricias, besos, todo mezclado con una furia loca por satisfacernos. Ella es complaciente, yo eficiente.
Toda mi potencia estalla dentro de su cuerpo y acabamos juntos en un estallido de artificios, sudados, felices. Cuánta energía en esta posesión momentánea, sin negación, todo placer.
Permanecemos tendidos en la cama.
Ella prende un cigarrillo y lanza el humo al aire, formando pequeños anillos.
Busco la botella de champagne y vuelvo a la cama con dos copas.
Suena su celular. Atiende. Sí, estoy camino a casa, llego pronto, dice. Mi marido, agrega mirándome nerviosa.
No alcanzamos a brindar.
Se rompe la magia. Se apagan las lucecitas de colores que giraban a mi alrededor. No oigo las campanas de gloria que deberían festejar nuestro encaje armonioso. La música me molesta y no sé qué decir.
Recoge la ropa que había quedado tirada en el comedor, se viste rápido y casi corre hacia la puerta de salida. Se despide con un gesto de la mano y cierra con suavidad.
Sólo queda su perfume.


Un polvo más…