viernes, 25 de octubre de 2013

Carlos Margiotta



Parque Lezama Carlos Margiotta

El rumor se extendió rápidamente como el agua del mar desparramándose sobre una playa desierta. Dicen que empezó a correr en la cocina y terminó en el puesto de guardia más lejano del cuartel, mientras estaba nevando. El coronel Arévalo había dispuesto una licencia de 48 horas para la tropa, después de la celebración del 9 de Julio, cuando el regimiento debería desfilar en la plaza de la pequeña ciudad encalvada en la cordillera.
El ánimo de los soldados volvió a encenderse como el 20 de junio. ¡Sí, Juro! habían gritado al unísono en el patio del cuartel frente a la bandera, haciendo estremecer las cumbres nevadas para convertir a los reclutas en verdaderos soldados.
Hacía seis meses que estaban allí, tan cerca Dios y tan lejos del mundo. Apenas algunas salidas al pueblo, en las tardes del fin de semana, donde los esperaban el bar con el billar y el metegol, y en el recodo del camino de ripio, el prostíbulo de Anita. "Para hacer una visita higiénica", decía el sargento Jiménez, mientras les repartía un forro a cada uno en el portón de la cuadra. Seis meses de orden cerrado, ¡carrera mar... cuerpo a tierra... alto... firmes... descanso... salto de rana... parecen vacas cansadas! Prácticas de tiro, instrucción militar, cortar el pasto, limpiar los caballos... el soldado es mudo, sordo y ciego... el soldado no piensa, obedece... el soldado no siente, cumple órdenes. Sin embargo, y a pesar de todo, para muchos el cuartel era su mejor hogar. Estaban bajo techo protegidos de las inclemencias, aprendían a leer y a escribir con el maestro Cosentino, comían tres veces por día sentados a la mesa con cuchillo y tenedor, se bañaban todos los días en la ducha, dormían en una cama, y tenían un padre, el ejército, que velaba por ellos. Para otros, en cambio, era someterse a un verdadero destierro lleno de privaciones sólo para cumplir con la ley del servicio militar obligatorio.
Al soldado clase 56 Zabala José, la noticia le iluminó la cara. Hacía rato que extrañaba las comodidades de su habitación en la casita de Monte Grande con sus discos y afiches colgados en la pared sin pintura, a su madre ocupada con los mellizos, a sus amigos, y a Marta, sobre todo a Marta y sus besos. La piba que había conocido en la cancha de patín del club Defensores cuando ambos tenían 17 años. Todas las semanas le escribía en secreto cartas de amor sabiendo que algunas no llegarían a destino, porque siempre hay otras prioridades para el correo que las de un simple soldado. Tiempo atrás el teniente Garay había interceptado una de ellas en el momento que Zabala escribía en el puesto de centinela. "¡Déjese de escribir pelotudeces, soldado. Y vigile, que para eso está.!" Dicen que el teniente evitó de mandarlo al calabozo conmovido por la calidad poética del texto.
Esa misma noche el rumor fue confirmado después de la cena por el sargento Jiménez y las expectativas con sus comentarios recorrieron la cuadra. Zabala calculó las horas que le llevaría viajar en tren a Constitución, encontrarse con Marta y volver al cuartel en el plazo previsto. Ocho horas tengo, y sonrió.
El 9 de Julio desfilaron con el uniforme de combate delante de un pueblo agradecido que los saludaron con los pañuelos al viento (días antes un episodio, sin consecuencias, en la frontera con una patrulla chilena, había alertado a la población). Las familias colmaron la plaza, a pesar del frío, y los chicos de las escuelas agitaban banderitas argentinas mientras la banda frente al palco de autoridades, ejecutaba su repertorio de marchas militares. Después, en el cuartel, se cambiaron de uniforme y se formaron en el patio esperado las instrucciones que el teniente Garay iba a ordenar para la licencia. “¡Soldados, en el día de nuestra independencia, tienen el privilegio que pocas veces la patria les otorga de tomarse un descanso para encontrarse con sus seres queridos...!”
Zabala se imaginó subiéndose al camión que lo llevaría a la estación de trenes de la ciudad, y allí ascendiendo en el vagón de segunda clase con asientos de madera donde los conscriptos no pagaban boleto. Vio a la máquina de vapor exhalar el humo blanco y caminar por las vías sinuosas de la montaña. Vio subir y bajar gente humilde con sus rostros curtidos por el viento cargando bolsos, vio llevar algún animal pequeño, vio comer pan con queso de cabra, embutidos y pastelitos. Vio a otros soldados que viajaban a Buenos Aires, vio el paisaje vacío de verdes y los ojos verdes de Marta.
¡... Han llegado aquí como nenes de mamá y hoy vuelven como hombres. Sepan apreciar la tarea que el ejército hace por ustedes y espero que algún día puedan reconocerlo...!”
“Cuando llegó a Constitución se puso el capote y se despidió de sus compañeros. Buscó un teléfono para llamarla. Se encontrarían en el Parque Lezama, ella vendría con el jean ajustado y el gamulane tostado. Se darían un enorme beso en la elevación de Martín García y ella le haría cosquillas en el pecho haciéndolo reír. Después irían al hotelucho de la calle Brasil para acariciarse toda la tarde, beso tras beso. 
"¡... Pasado mañana los quiero ver a todos a las 12 del mediodía, la única razón por la cual justificaré su ausencia es que estén muertos! ¡Me entendieron!"
“¡Sí mi teniente!”, contestaron.
Tomarían un café con leche y media lunas en el bar de la estación y Marta lo acompañaría por el anden hasta el vagón de segunda clase para despedirlo. Antes de partir le haría otra vez cosquillas en el pecho que lo hacían reír inconteniblemente.
“¡... Y usted soldado, de qué se ríe…!”
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“¡Soldado, me escucha carajo...!”
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Cuando volvió de su ensoñación, el soldado Zabala, vio partir a sus compañeros desde la celda del cuartel.

Salomé Moltó



 Vuelta a casa  Salomé Moltó (España)

Corría rauda una lágrima por su mejilla; él mismo estaba asustado, le habían pegado y amedrentado. Esperaba más golpes. Pero en ese momento el niño miró hacia la puerta que se abría renqueando como de costumbre. Entró la madre aterida de frío, sus ojos se fijaron en el “hallar” que seguía apagado, ni una ligera lumbre calentaba el ambiente.
No había recogido mucho dinero delante de la Iglesia, esa mañana. La gente va cada vez menos a misa, se decía. El marido le había quitado lo poco recaudado, y había vuelto a la taberna, no había podido comprar el pan y la leche que el niño necesitaba.
Los primeros copos de nieve empezaban a caer, en ese momento había un silencio que lo invadía todo, una calma que penetraba lentamente, las embotadas manos habían dejado de doler, el persistente pinzamiento en el estómago había desaparecido. Sin saber porqué, se sentía bien, quizás a fuerza de sentirse tan mal, tan desesperada.
El niño la observaba, estaba mojado, ya tendría más de dos años, pero continuaba “mojándose”, cada vez que su padre se acercaba para chillarle cualquier insulto o soltarle un bofetón.
A los golpes del padre se añadían los empujones de la madre que se dejaba caer sin aliento, sobre el derruido sofá. Vencida por el cansancio, la adversidad y el desamor, se durmió.
Y así, sin comer, el llanto del niño se iba debilitando hasta que entraba en un sopor, en donde la incomprensión y el absurdo todo lo invadían.
Cuando Irene traspasó la puerta, sobre la silla desencajada dormía el niño, la madre hacía lo propio sobre el desvalijado sofá. Afuera la nieve había cuajado. Una capa blanca lo cubría todo.
-¡María, despierta que es Navidad!
-¡Y qué! ¿has traído turrón?, balbuceó, medio dormida la madre.
-No, pero os voy a llevar, dijo Irene, su hermana.
-¿A dónde?
-¡A casa! Esto se ha terminado. Es hora de retomar la vida con los valores que siempre has sustentado. El amor no puede pedir este alto precio: tu degradación.
Media hora después salían por la puerta los tres. María arrastraba los pies, andaba de forma imprecisa y titubeante. Irene apretaba al niño, su sobrino, contra su pecho. Se dirigieron lentamente hacía el coche que estaba aparcado al lado del montículo de escombros.
-¡Se ha terminado de padecer!; los padres nos esperan.
Cuando el coche pasó por delante de la taberna, un hombre eufórico salía dando gritos, profiriendo insultos a los que quedaban dentro y lanzando mil promesas al aire de futuro para su hijo y esposa que nunca se cumplían y que sólo las profería cuando el alcohol empapaba su cuerpo.
Esta vez Irene sujetó a su hermana.
-Dejalo, se ha casado con la bebida, tú y el niño, le importáis muy poco.

Adela Inés Disteffano


Poemas Adela Inés Disteffano
ABRAZO
Te abrazo en el espejo del recuerdo
tanto silencio, tantas preguntas
aniquilan mi llanto no llorado.
Me aferro enlutada de espera
a tu ausencia para no olvidarte,
a la figura mojada de la tristeza.
Lo prohibido seduce en la mirada
y no puedo llorarte
no puedo abrazarte.
Mi locura va más allá de ambos,
quiero ser, quisimos,
intento fallido asoma en la piel.
Jamás oirás de mi boca un lamento
solo mieles derramaran mis labios
sedientos de ayer. Sedientos de pasado.
Te busco esperanza mía
y temo encontrarte abandonada
en el espacio que dejan las letras,
donde mis puños reclaman permanencia

ASÍ SOMOS
Sustancia sobre el recuerdo.
Absorbo de ti toda dulzura formando parte
de la luz que mis ojos contemplan.
El sonido suave trayéndome la calma.

Eres  y no eres parte del existir,
como un juego de escondidas estamos
y no estamos sobre el terruño.
Y te extraño como ayer
O como antes un poco más.

Tu horizonte nuevo es llano,
el mío se desvía por las olas
de un mar enfurecido por lamentos.
Añoranzas del pasado insoportable.
Ahí estamos. Soledad cercana que absorbe
de nosotros nuestra sed.

LA ACCIÓN DE MIS MANOS
 
La sangre del poema se diluye
entre la extrañeza de mis manos.

Y escribo para acercarte a mi vida,
anular soledades de noches tardías.

Te acerco en la letra
que pronuncian tus silabas.
Locura del alba
compartir los días.

Y escribo tantas veces
pronunciando la vida,
porque el poeta no puede


Vicente Vásquez Bonilla


La encomienda Vicente Vásquez Bonilla

Desiderio se detuvo por un momento frente a una de las entradas de los servicios sanitarios de la Plaza de Armas, en espera de que apareciera su amiga, a quien había citado en ese lugar.
De repente una mujer se le acercó con premura y le dijo: -Porfa, señor; sostenga mi pato por un ratito, mientras voy al baño, pues estoy que no me aguanto.
Sorprendido y sin tiempo a reaccionar, ya Desiderio sostenía entre sus brazos al ave, mientras la mujer se perdía de su vista al descender por las gradas que conducen a los servicios sanitarios.
-Mira al señor -dijo una joven madre que pasaba por ese populoso lugar, arrastrando a un niño de unos seis años-, que lindo, sacó a pasear a su mascota.
Desiderio esbozó una tonta sonrisa, mientras se sentía ridículo a la vista de todo el mundo. “Menos mal -pensó-, que pronto volverá esa impertinente y se llevará a su animalejo”.
Un señor que calzaba un terno café y sombrero, al estilo de los años cincuenta del siglo veinte, se le acercó con aparente amabilidad.
-Qué bonito su pato, usté. ¿Lo vende?-. Y le acarició la cabeza al ave, que trató de esquivar la caricia, sin lograrlo.
-No. No es mío. Una señora me lo recomendó por un rato.
-No se haga -le dijo y le guiñó el ojo-, le doy mil dólares por él.
Desiderio vio a su interlocutor con incredulidad. ¡Mil dólares! “¿Se estará burlando de mi?” Y se quedó en silencio.
El hombre del terno esperaba la respuesta y al notar la indiferencia del otro, trató de arrebatarle al palmípedo.
En ese momento, el lustrador que aparentaba estar a la espera de clientes, el barrendero que limpiaba el excremento de los cientos de palomas que conviven en la Plaza y el vendedor de números de la lotería, que se encontraban en los alrededores, sacaron sendas armas, ordenaron a los dos hombres que no se movieran y se identificaron como policías de la brigada de antinarcóticos.
Al hombre del terno le decomisaron un revolver y a Desiderio un pato.
Largo sería enumerar todos los pormenores del caso, pero en aras de la brevedad, sólo queda decir que la mujer que hizo la palmípeda encomienda nunca apareció y los dos hombres fueron conducidos a la Delegación de Policía. El pato, que no resultó ser una mansa paloma, sino un mini- mula y bien cargado. Con su carita de no hago nada, llevaba en su interior numerosas capsulas de cocaína.
El pato no pudo demostrar su inocencia, ni que era una inofensiva victima de las circunstancias y además, por ser el único de los tres que estaba fuera de la jurisdicción del Procurador de los Derechos Humanos; en busca de evidencias, fue ejecutado sumariamente y paró en la olla de uno de los jefes policíacos, quien bromeaba diciendo: que era la primera vez que comía carne de mula y que no sabía mal.
Hoy, Desiderio ya libre de cargos, piensa que toda experiencia debe ser aprovechada, pues deja una lección. Lección que él ha aprendido y que, en forma de moraleja, heredará a sus descendientes y de ser posible para aprovechamiento de la humanidad entera: Nunca, pero nunca, sostengas el pato de una desconocida.

Orlando Mazeyra Guillén



  Tras la puerta Orlando Mazeyra Guillén (Perú)

Los alcancé a oír por detrás de la puerta. Es esquizofrénico, le dijeron a mi madre, casi recitando el diagnóstico. Esas alucinaciones no son producto de ninguna droga, señora, su hijo está perdiendo la cordura y lo que usted ha visto hasta hoy es nada, algo insignificante; puede tener reacciones aún peores, estos pacientes adquieren una fuerza brutal cuando alcanzan el pico de sus estados alterados. Si le contáramos todo lo visto en casos similares al de su hijo sólo la alarmaríamos y con eso no ganamos nada, ¿comprende?
Ahora decidían mi futuro sin contar con mi anuencia: ¿no era ésa una total falta de respeto? Hablaban de no perder el tiempo, de ser prolijos, internarme lo más pronto posible. «Lo mejor para su salud mental será una terapia electro–convulsiva, entiéndalo bien. Los resultados son notorios en un plazo prudencial, aunque no todos responden de la misma manera.» Establecían los pasos a seguir, escribían mi destino, ¡mi destino! ¿existía ahora tal cosa, a quién le pertenecía? Lo hacían pausadamente y con cierta amabilidad que, por un instante, me resultó hipócrita, repulsiva. Fue el interés, la curiosidad, lo único que me contuvo, atornilló mi oreja a la puerta. Porque sentía unas ganas tremendas de entrar a la habitación y darle un escarmiento a ese par de sabandijas parlanchinas.
Cuando cuchichean a tus espaldas -con mala fe, sin el menor decoro-, sientes dolores agudos en la boca del abdomen, náuseas que apremian y echan a andar una desesperación sin piernas, sudores que aparecen como venidos del averno, te empapan todo: las manos, los sobacos, la frente, el sexo; y luego se van, abriéndose paso entre tu zozobra. Pero los sujetos que le llenaban la cabeza de ideas a mamá, no se iban, seguían hablando de mí y de un problema que yo creía resuelto.
Sí, hace dos años, en Nochebuena, había querido ahorcar a papá por hacer sufrir a toda mi familia. Fue un ajuste de cuentas maquinado desde mi infancia: lo haría con su propio cinto, con el mismo con el que nos había golpeado hasta la súplica indigna del que se sabe maniatado. Y, mucho después, acosé a la esposa de mi hermano Víctor. Irrumpí en su baño mientras ella se duchaba y me puse a hacer «tontería y media», como decía mi primo Marco cuando recordaba que él mismo me había encontrado mostrándole el miembro y pidiéndole, como en el vals, un poco de «cariño bonito».
Luego vinieron las cápsulas amargas, seguidas de inyecciones periódicas; las charlas con ese psiquiatra insolente que decía ser mi amigo (mi mejor amigo). Me atiborraron de medicamentos que me tenían adormecido, somnoliento, perdido en mi presente, tironeado por un pasado que siempre me había reprochado a mí mismo. Me quedaba dormido en las bancas del parque, en los asientos del metro. No sólo eso. Al despertar me encontraba con mis babas alargándose sobre mi camisa y humedeciendo todo mi cuello. La gente no sabía ocultar sus burlas. Viejos mirándome absortos y niños señalando mi ridículo a vista y paciencia de madres compasivas. Nunca reaccioné. Jamás ataqué a gente ajena a mi casa. Sólo atinaba a pasarme el pañuelo, con fuerza, palmoteándome la cara para espantar ese endemoniado sopor.
Antes de dejar los medicamentos me sometí a una última hipnosis de la que desperté algo sobresaltado: un tren había arrollado a toda mi familia.
-Ese tren eres tú, Obdulio.
-No le entiendo, doctor -alegué atolondrado por esa experiencia que había tocado con mis propias manos-, ¿cómo yo voy a ser un tren? Dese cuenta de lo que me está diciendo.
-Es una metáfora -me aclaró convencido-, ¿entiendes lo que es una metáfora?
-Hágamelo saber usted -le ordené mientras me levantaba del diván-, ¿no dice que es mi mejor amigo? Los amigos siempre nos hacen entender las cosas...
-Obdulio, quédate sentado -me ordenó-. Tú sientes mucho odio, odias no sólo a tu padre sino a toda tu familia y estás buscando medios para deshacerte de ellos, inventando conflictos, tratando de romper vínculos.
-¿Inventando conflictos? ¿Ha vivido usted en mi casa? ¿Ha sufrido usted los maltratos de mi padre?
-No -reconoció, mientras tomaba apresuradas notas en mi historia clínica-, pero eso no viene al caso. Ese tren eres tú, es el medio que has escogido para aplastar a lo que consideras ofensivo.
-Entonces el tratamiento no sirvió de nada.
-Lo que pasa es que no me hiciste caso, Obdulio, seguramente siempre estuviste despierto. Te resistes a colaborar, te resistes a recibir mi ayuda. Tienes que volver en un par de días.
-¿Para qué?
-Volveremos a intentarlo.
No volví. Le dije a mi madre que no volvería al psiquiatra y apoyó mi decisión sin meditarlo. La odié por eso. Sentí que ella era mi cómplice. Se había rendido tan rápido la infeliz, ¡qué sabía ella del dolor! Era una pobre mujer que nunca había descendido a los abismos, ahí en donde los dolores son ecos que profanan el vientre del pasado y escupen en la frente del futuro. Somos pocos los que sabemos de dónde viene y hacia dónde va la gente, o lo que yo llamo, la carne pútrida, esas hordas de individuos sin una pizca de sentido común, contagiados de lo mismo. Vaguedades, no eran más que vaguedades andantes que se estrellaban contra la rutina, la licuadora del alma.
Yo estaba por encima del resto, o sea, en la suela misma de sus zapatos. No toleraba tanta sabiduría. La locura es un peldaño peligroso, provoca violencia, desencadena sinsentidos atroces, por eso a veces rasguño mi pene con guijarros filosos. Y luego venía la paz, la liberación de todos mis deseos, en donde hasta entiendo a papá, o no necesito entenderlo. Nirvana, o algo que se le parezca.
Por eso me recosté al pie de la puerta y los dejé deliberando. Tomando las decisiones importantes. Porque siempre es mejor que otros decidan por uno mismo. Duele menos. Un suspiro es la antesala perfecta. Todo cuadra, se reduce, cabe en una baldosa y se exprime, desaparece.
Al poco rato, algo interrumpe la travesía onírica, siento los labios demasiado apretados, me arden. Freno por completo a mi mente y exploro el entorno: los libros de mi vida cimentando los rincones de la habitación, películas memorizadas y un póster rotoso de Pulp Fiction.
-Obdulio, ven a almorzar -grita mamá y ahora sé que estoy en casa.
Las voces vuelven mientras me calzo las pantuflas. Ahora, piden permiso, me dejan tomar nota, anotar detalles, imaginar el nudo de la historia. Las voces, vienen y se van, a veces maleables, a veces rebeldes, discuten, luchan y estallan. Hay un cónclave fugaz, todo se decide aleatoriamente:
-Esquizofrenia -les digo y todas callan-. Voy a hacerme internar luego del almuerzo.
Abro la puerta despacio. Veo a viejos, niños y gente como yo, todos vestidos de la misma manera, parecemos reos de una cárcel elitista: indumentaria blanca, zapatillas impecables o pantuflas confortables. Uno de ellos lleva babero, se aproxima y me besa los labios hasta humedecerlos. Lo tolero, no reacciono, parece estar mal de la cabeza. Una señora con bata lo llama por su nombre y lo jala, apresurada, sin violencia:
-No pasó nada, Obdulio, no pasó nada -me dice sonriente-. Sólo fue un beso.
-¿Y mi mamá? -le pregunto pasándome la mano sobre los labios. Quiero escupir pero me avergüenzo.
-Está allá -me dice señalando a una anciana fatigada, casi vencida por la adversidad y las malas horas que asediaron su vida-. Te trajo unas empanadas riquísimas, apúrate que hace rato te estuvo llamando. Todavía no has almorzado.
Corro y la abrazo, me aferro a ella.
-¡Ay, Obdulio, qué cariñoso estás hoy!
-Te escuché, mamá, te escuché detrás de la puerta.
-¿Qué te dije? ¿Cuéntame que te dije, hijito?
-Eso es lo peor de todo: no dijiste nada... no dijiste nada, ¡no me defendiste! Sólo hablaban ellos, tú no hacías más que escucharlos. No me defendiste, ni una sola palabra...
-Yo siempre te defiendo, siempre estoy contigo.
-¿Y papá? ¿Por qué papá no viene?
Y el silencio acusa, reclama. Todo parece tan real. Tengo el grueso cinto, se lo anudo al cuello mientras él duerme la siesta de la tarde. No hay nadie en casa. Lo estoy matando, zarandea, lucha, trata de zafarse pero soy fuerte. Ahora sí soy fuerte. Nunca tuve tanta fortaleza, me admiro de mí mismo. Disfruto.
-Estoy escribiendo todo lo que sueño, estoy anotando todo, mamá.
-¿Quieres más libros?
-No, nada de eso. Quiero que venga papá.
-Ya vendrá, ya vendrá...
-Mamá, ¿quiero saber cuándo empecé a escribir? ¿Fue antes o después de lo de papá?
La pregunta la parte en dos. Echa a llorar y la misma mujer de hace un rato se le aproxima. Le entrega un pañuelo y la tranquiliza. Saca unas pastillas de su bata y pienso que son para mamá.
-Abre la boca, Obdulio -me dice.
Y yo obedezco sorprendido. El viejo sabor amargo. Las trago con un poco de jugo de maracuyá.
Corro a mi habitación y tiro la puerta. Las voces vuelven, se sostienen entre ellas, se confunden con mamá y sus empanadas. La enfermera, desde el otro lado de la puerta, me pregunta si me siento bien y llaman al doctor, a mi mejor amigo. Seguramente utilizará esa palabreja: «metáfora». Nunca me dice nada acerca de esta gran soledad, esta situación que no varía, que se repite a diario; que no me gusta y me persigue. Ya me lo imagino a mi gran amigo, desparramado en su gran sillón, llenando papeles con sus ideas acerca de metáforas de una situación existencial de insatisfacción. ¡Hay que salir del hueco, Obdulio!, me dirá, tú que eres tan vital y alegre. Y nunca lo que necesito escuchar, lo que yo mismo sé: me apena que te sientas tan solo o atormentado por algo, Obdulio, me gustaría ayudarte a sobrellevar esa locura. Te entiendo, a mí me suele pasar lo mismo...
No escucho a papá, nunca dice nada, sólo habla cuando sostiene el cinto. Ésa siempre fue su única manera de expresarse. Dejando todo en claro. Un animal infinito. Lo miro cuando me veo en el espejo. Y cuando no lo veo, siento su presencia, ahí: tras la puerta.

Juana Schuster



  Quiero Saber Juana  Schuster

Dime, madre, dime
¿Cómo es enamorarse?
¿Es como mirar las olas que se acercan con sus crestas bordadas de blanca espuma?
Dime, madre, dime.
¿Cómo es sentir el beso de un hombre?
¿Es como el sueño que el dolor mitiga?
¿Qué es todo aquello que mi espíritu ignora?
Si tu me lo dices, madre, guardare el secreto en los jaulones, y seré celosa centinela junto a ellos.
Eso, si tú me lo dices, madre.
Si no me lo dices madre, en esta noche de luna llena, redonda, enorme, dorada y de estrellas encendidas como faroles colgados de ese cielo azul profundo, madre, que tiene clavado en su alma, hundiré mi cabeza en su pecho cuando lo haya encontrado.
Si el silencio persiste, madre, lo aprenderé de repente, entre las cabras del cerro y las vacas montesinas.                           

Silvia Urtubey

Encerrarla en su cajita Silvia Urtubey
Pensó que llamar al gasista para que revisara  y retocara la instalación antes de la mudanza era una buena idea.
Por fin, Don Pablo Medina, el carpintero, había conseguido una novia; una mujer cuyo rostro nos fue negado definitivamente.
Quizás el gasista, un hombre instruido y de rápidos reflejos, tendría el privilegio de ver con sus propios ojos a la enigmática anciana.
-No sé si voy a poder avanzar en esto hoy, Don Pablo. Si quiere que le deje la cocina económica instalada va a tener que agregar un tramo de caño por acá y una "T" para la unión- El viejo pícaro lo interrumpió con un chiste vulgar a propósito de "la unión". No podía dejar de relacionar todo lo que cualquiera dijera, con su soñado acto sexual y además hacerlo público para beneficio de su propio estímulo.
El bueno de Esteban le siguió la corriente.
-Sí, sí, Don Pablo, "la unión"- mientras acompañaba sus palabras con un gesto rioplatense de complicidad masculina que consiste en agarrarse con una mano la entrepierna y al mismo tiempo, mover ligeramente la pelvis hacia adelante y hacia atrás dos o tres veces.
Don Medina había difundido su calentura durante todo el verano con orgullo como cada despojo de su soledad; una especie de patético Rey Momo que paseaba jueves tras jueves su chifladura por los puestos del Mercado Municipal.
Por momentos era un caballero y en ocasiones se refería a las mujeres como si el Concilio de Trento jamás hubiera existido: seres sin alma. Sorprendió a todos el anuncio y sobre todo la urgencia de su casamiento.  Aunque muchas veces las cosas se relatan con tal síntesis que es imposible dimensionar el tiempo real. Como cuando millones de años de esfuerzo biológico y evolución,  se narran en un tris pasando de la posición erguida de la humanidad, al pulgar oponible y el uso de herramientas, para llegar al lenguaje en un abrir y cerrar de ojos.
 -Me caso el sábado- dijo don Pablo Medina, frotando nerviosamente una cajita diminuta de madera como a una tosca Lámpara de Aladino. 
Llegó el sábado esperado con la promesa de una excusa social para un brindis. Quizás algunos vinos, hacerse amigos del hogar a leña, o entre todos madurar el perfil acariciado de un nuevo y delirante proyecto vecinal, como siempre. Arrojar un poco de arroz y verlo caer, perdiendo por un instante la noción del ridículo; pero sobre todo verle la cara a la novia. Después de todo, que la había conocido en un centro de jubilados era un rumor y nuestro informante, el gasista, apenas si había alcanzado a ver en su fugaz visita de trabajo unos colchones maltrechos enrollados, un termo junto a la almohada que tenía una de sus mitades apoyada sobre la mesa, mientras la otra mitad flotaba en el aire con equilibrio y simetría maravillosos; una lámpara de fabricación casera construida con un botellón verde de cuello fino, tres o cuatro cobijas de estampado escocés todavía humeantes por el polvo de un viaje arrancado al fletero de favor, y algunas cajitas de madera de variados tamaños que parecían obsesionar a don Pablo. Una tras otra las lustraba, se iluminaba su mirada frente a esas pobres lámparas maravillosas: la más pequeña del tamaño de un dedal, la más grande casi un ataúd.
Esteban enseguida sintió piedad por aquella mujer. Tampoco la conocía, pero sin duda se aproximó bastante a Ella, al sentir el contraste de su presencia denunciada a gritos por su ausencia.
Sin embargo, sobre la hora, alguien sentenció:
- Don Medina no se casa.
Tras el lapidario anuncio un genuino silencio llenó el vacío gigante que entre todos cuidábamos como a un cachorro de bestia fuera de su hábitat, entró Esteban y palabras más, palabras menos, dijo que Don Pablo está destrozado, que parece que la novia está mal, que habían tomado mate hasta las dos de la mañana y que ella se acostó un poco descompuesta. Que amaneció con dificultades para respirar y medio cuerpo paralizado -Don Pablo había llamado a eso semiplegia, sin saber que condensaba algunos conceptos con genialidad-. Que se la llevaron al pueblo en ambulancia y que le practicaron una traqueotomía de urgencia.
Hubo comentarios y suposiciones acerca de un accidente cerebrovascular, terapia intensiva, pronóstico reservado, pero todos conjeturamos que Don Medina habría querido saciar su deseo estrechando por demás a la mujer sin alma, y que la habría tal vez matado en el abrazo.
El flete de la mudanza volvió esa misma tarde a la casa de Don Pablo en busca de los pocos cacharros de la novia. El casamiento estaba oficialmente suspendido por razones de salud, y Don Pablo se acercó a la fiesta sin fiesta para sentir al menos unas palmadas en el hombro. 
-Don Medina, quédese con nosotros a tomar unos mates. De paso se distrae un poco- le dijo Esteban a toda velocidad.
Don Pablo se puso de pie. Sus ojos eran entonces transparentes y tuvo un temblor general en el cuerpo, parecido al que se produce en los lactantes cuando se los deja un instante desnudos. Me conmovió la simpleza con que su mirada nos suplicaba, como quien  confiesa un crimen que cometerá esa misma tarde, pero sacudí la cabeza negando mi intuición y sintiéndome exageradamente involucrado con el viejo que -a decir verdad- me repugnaba ostensiblemente.
Todo fue tan deprisa que ni extremas unciones hubo. Pocos fueron al velatorio. El rostro de la difunta estaba literalmente destrozado. Un insecto diminuto caminó por su mano en el momento preciso en que el empleado de la funeraria, con señales de estar dramáticamente acostumbrado a tratar con cadáveres, le acomodaba la cabellera -sólo por costumbre- un instante antes de encerrarla en su cajita. 



Ivan Wielikosielek



 La lectora Ivan Wielikosielek 

Al principio no reparé en la chica de capucha gris que hojeaba un libro de Poe. Quizás porque de espaldas me pareció una chica más; una de las tantas alumnas del secundario que al caer la tarde van a la biblioteca a hacer los deberes. O quizás porque nunca permanezco mucho tiempo entre los angostos pasillos de los estantes o si lo hago me concentro tanto, que nunca recuerdo a mis ocasionales compañeros de "pasadizo".
Como quiera que sea, la mayoría de las veces me encuentro solo. Incluso aquella tarde en que me llevaba un librito de Lovecraft, pensé que nadie me hacía compañía.
Percibí su presencia recién cuando me iba. Y fue más por el ruido de las páginas que pasaban que por la tos o por ese sordo ruido de la ropa. Entonces mi di vueltas. Era una chica de buzo gris con capucha y pelo recogido que estaba de espaldas. Lo que llamó poderosamente mi atención fue que, entre todos los libros escolares con obras de Poe, se hubiese puesto a hojear, precisamente, el más raro; aquel grueso ladrillo con los cuentos completos adquiridos el año pasado y que no estaba hecho para el colegio. Tal vez sí para fanáticos o para estudiosos. Y yo, sin ser una cosa ni la otra, lo había sacado para leer un texto que no conocía ("La finca de Landor") y devolverlo después.
Mi segundo encuentro con la chica, en cambio, fue una verdadera revelación.
Era una tarde gris. Afuera había parado el viento pero unos refucilos venidos del oeste anunciaban la inminencia de la lluvia. Yo estaba sumido en un prólogo desconocido al "Drácula" de Bram Stoker cuando una dulce voz de mujer habló tras de mí.
-¿Y al final te gustó el librito de Lovecraft?
-Mucho. En especial el cuento
"La música de Erich Zann"- contesté yo, sin darme cuenta que estaba sosteniendo un diálogo con alguien que no veía. En cuanto lo supe, me di vueltas. La chica de capucha gris estaba de espaldas a mí, pasando con sus blancas manos las hojas de aquel librito que justamente yo había devuelto dos días atrás. Tenía el pelo recogido y dejaba al desnudo una nuca frágil y cálida, apenas ensombrecida por los suaves remolinos de su pelusa color castaño.
-Hace poco te vi leyendo el libro grande Poe...dije con mis labios cercanos a su oreja y sentí que mi respiración la sobresaltó, entibiando un cuello que al principio me pareció helado.
-Quería leer un cuento que no conocía...contestó, y acto seguido se volvió hacia mí. Tendría alrededor de diecisiete años, la mirada distante y los labios muy rojos, entre los cuales mordía la punta de un lápiz. En suma, una belleza lunar que jamás había visto en la ciudad ni en la biblioteca y cuyo acento no acertaba a decir de dónde venía.
-¿Y lo encontraste al cuento que buscabas?
-Sí; era "La finca de Landor"- respondió.
-¡Yo leí ese cuento hace poco!
-Ya sé.
¿ Y cómo sabés?
-Porque un día mientras lo hojeabas yo estaba atrás tuyo. Después te lo llevaste.
-Pero...¿ acaso vos me seguís?
-No. Pero tampoco me viste atrás tuyo en la fila de los préstamos. Hasta vi tu carnet. Tenés un apellido polaco igual que el mío.
Y entonces la chica dijo mi nombre completo, sílaba por sílaba, luego de lo cual sonrió. Bajé la vista. Después, tímidamente, le pregunté por el suyo.
-Olga. Me llamo Olga Lubanski.- Y tomando el librito de Lovencraft con una mano, me extendió la otra para que la besara, como en las obras de teatro. La tomé. Estaba helada como un témpano pero al acercar mis labios, mágicamente se entibió. Algo parecido a lo que había pasado con su cuello.
-Mucho gusto-dije.
-El gusto es mío, su majestad. Y si a usted le place, esta noche podríamos encontrarnos aquí afuera de la biblioteca para dar un paseo por las fincas de la oscuridad- dijo, como recitando y riendo mientras mis labios se despegaban de sus nudillos.
Pero en esos momentos alguien más entró al pasillo. Se trataba de una mujer mayor que, sin prestarnos atención, se puso a revolver novelas de Stephen King. Cuando quise retomar el diálogo con la " princesa Olga", me di cuenta que había desaparecido sin dejar rastros ni haber aguardado mi respuesta.
El libro de Lovecraft seguía en su estante como si nunca lo hubiesen sacado de allí.
Pasaron dos largas semanas hasta que volví a la biblioteca. 
Para ser más preciso, al sector "devoluciones" con el pesado libro de Stoker. Era un mediodía repleto de estudiantes y no la encontré entre las nucas desnudas de otras chicas que se parecían horriblemente entre sí. Aunque di muchas vueltas en el pasillo de novelas norteamericanas durante  varios días, no pude decidirme por libro alguno. En el fondo, no me podía concentrar. Aunque no me lo confesara a mí mismo, esperaba que Olga apareciese de un momento a otro y me invitara de nuevo a caminar junto a ella con esa sonrisa. Pero Olga no apareció ni ese día ni el otro ni el siguiente.
Pasó un mes hasta que decidí preguntarle a la bibliotecaria por aquella chica de capucha gris. "Vienen un montón de chicas así, ¿cómo puedo saber cuál es?" fue su respuesta, que por cierto guardaba una lógica demoledora. Entonces le di el nombre y el apellido de la chica. No sólo ansiaba encontrarla sino probarle a la bibliotecaria que no veía visiones. Pero tras chequear en la base de datos, la mujer me respondió que no había ninguna socia registrada bajo ese nombre.
Pasaron dos meses. Tal vez un poco más. Entré a la biblioteca una tarde en que estaba casi vacía, pocos minutos antes del cierre. Aunque hacía mucho que no leía literatura ( ahora me dedicaba exclusivamente a las crónicas policiales, que, por otra parte, redactaba para un periódico local) necesitaba chequear cierto pasaje de " La finca de Landor". Se me había ocurrido una introducción original para describir una estancia que había sido saqueada la noche anterior. Mientras releía el cuento de pie entre los estantes, descubrí gruesos subrayados a lápiz e ininteligibles signos en los márgenes como nunca había visto en mi vida. Entonces oí el ruido de un libro que se caía al suelo. Vi con un sobresalto que se trataba del mismo "Drácula" de Bram Stoker que había sacado la última vez. Lo alcé esperando que "alguien" apareciera de un momento a otro pero no había nadie  a mi alrededor. El libro, en cambio, tenía doblada una de sus páginas. Lo abrí. Y entonces encontré subrayada con el mismo lápiz demencial esta frase que me estremeció: " porque los muertos viajan veloces".
Supongo que fue su modo de decirme adiós. Y supongo que fue por la misma razón que no me sorprendí, cuando, días después, vi aquella noticia en el diario: un hombre había sido detenido en una localidad del sudeste acusado de " merodear la biblioteca pública de madrugada y con intenciones de hurto" ( decía el cronista). El hombre aquél, un ciudadano sin antecedentes policiales y proclive a la lectura " aunque de muy escasos recursos" , había sido derivado a un psiquiatra del destacamento. No dejaba de decir que " había sido citado a esas horas por una mujer". Cuando le pidieron precisiones, habló de " una chica de unos dieciocho años que iba siempre a buscar libros de terror al establecimiento; se llamaba Olga Lubanski".  Pero luego de una búsqueda exhaustiva, se probó que la chica no figuraba en la base de datos de la biblioteca ni en el registro civil del pueblo y ni la provincia. Encontraron, en cambio, que los últimos libros sacados por el hombre estaban escritos con signos ininteligibles y fuertes subrayados a lápiz; hecho que fue tomado como prueba incontestable de una demencia naciente.

Marcos Rodrigo Ramos



   El tipo Marcos Rodrigo Ramos
                                                                                                   Y hoy que vivo enloquecido
                                                                                                                porque no te olvidé
                                                                                                              Ni te acuerdas de mí
                                                                                                                      ¡Grisel! ¡Grisel!
                                                                                                        Contursi-Mariano Mores
Como siempre esperé en la esquina. Los pibes me cargaban pero no me importaba si podía estar con ella. “¡Dominado!”- me gritaban cuando me veían cargando sus carpetas. “Sigue sin novio” me decían sus amigas y me guiñaban el ojo.
Parecía ignorarlas y caminaba la primera cuadra en silencio pero cuando nos alejábamos de todos aparecía la Alba que yo quería, la que hablaba hasta por los codos y se reía cada dos minutos, la que me miraba a los ojos con picardía escondida, la que me mostraba esos poemas que nadie había visto, la que me hablaba de la importancia de la virginidad, la que me contaba todo.
Llegaba a la casa, entonces volvía ya sin el uniforme del colegio y nos sentábamos en el pequeño paredón del frente y siempre era poco el tiempo para estar con ella.
A veces aparecía la Alba melancólica, la que hablaba del “tipo”: su príncipe azul, un hombre alto y elegante que sabía como tratar a una mujer, guiarla, llevarla a un restorant caro y darle todos los gustos, el tipo casado que conoció en Gesell hace dos años, el de la hija más grande que ella, el del auto importado, el del hotel.
Ese día habían pasado ya dos meses que no la llamaba. Estaba en silencio y seria, parecía no querer hablarme. Me sentía idiota y disgustado, con tantas ganas de decirle tanto y sin embargo diciéndole nada. Fue entonces que casi llorando la abracé sin mirarla y comencé a besar su cuello lentamente. Luego fueron nuestras bocas las que se juntaron.
-Te quiero- le dije feliz a sus ojos
Esquivó mi mirada.
-¿Querés ser mi novia?
-No tan rápido- me dijo alejando su cuerpo del mío.
-¿No te gustó?
-Me gustó mucho- me dijo antes de besarme de vuelta y despedirse con una sonrisa guiñándome el ojo.
Feliz me fui cantando un tango por las calles de Castelar con la misma sonrisa que ahora se dibuja en mi rostro cuando recuerdo sus ojos, su boca, esa despedida, aquel tango, Grisel.